El trabajo fue lo que nos unió. Mi esposo vino muy joven desde Hungría y yo dejé las montañas de Trujillo para instalarme en la ciudad. Los dos coincidimos en una pastelería francesa, él como ayudante y yo atendiendo al público. Nos casamos sin demasiado romanticismo y luego, con los hijos grandes, tuvimos la idea de montar un pequeño negocio.
El área pastelera siempre nos llamó la atención, así que por ahí nos fuimos. Mi esposo escogió el nombre en honor al río que atravesaba su antiguo hogar, el Danubio. No teníamos capital económico pero sí ganas de trabajar. Cada uno sabía hacer lo que le gustaba, él se encargaba de los pasteles mientras que yo los vendía a los clientes.
Tengo ochenta y siete años y empecé con este negocio a los cuarenta años. La Danubio tiene en este momento cuarenta y siete años. He pasado mi vida tras este mostrador y me encanta. Lo mío es atender al público, siempre logro entrarle a la gente. Aquí han llegado señores bien mayores contando que la mamá los traía en el cochecito cuando eran pequeños, e incluso hemos llorado al recordar cómo los niños del colegio San Ignacio venían corriendo a comprar pasteles.
Aunque a veces, los dulces me amargan. No acepto la mediocridad, todo debe estar bien presentado y no siempre puedo estar en todas partes. Las cosas hay que hacerlas con dedicación y mucho amor, si no se hacen así, no salen. Lo que hago tengo que hacerlo bien. Esa ha sido la tradición en la familia, por eso la calidad es lo último que perdemos en la pastelería.
Ahora peleo conmigo misma porque el cuerpo ya no me da. Soy una persona enérgica a la que le cuesta entender que los años no pasan en vano. Y, aunque amo la ciudad y las comodidades que implica, cuando hay algo que me duele me traslado a mi infancia. Me veo junto a un pozo de agua muy cristalina, ese es mi refugio.
Sin embargo, no me detengo ante las adversidades. Tras unos minutos de contemplación, no dudo en continuar la faena. De esta manera, me preparo para atender, una vez más, a todos los que quieran pasteles.