Yo a los 17 años era un chamo que solo estudiaba en el liceo, pero no hacía nada más allá de eso. Un vecino habló con mi mamá y le preguntó: “¿qué está haciendo Lorenzo? Yo tengo un trabajo para él”. Entonces un día me llamó y me dijo: “llégate a las 9 a.m. para que te hagan una entrevista”, recuerdo que era en Fonología. Ahí me ofrecieron trabajar como atrilero. Me explicaron cuál era la profesión y que eso era parte de una Orquesta Sinfónica, por eso todo debía estar en su sitio y en su momento. Yo pensé: bueno, no estoy haciendo nada más, no pierdo nada. Vamos a probar. 

El atril representa mi inicio. Me llevé bastantes regaños. Hasta me tuvieron que hacer un papelito para que me guiara. Ese papelito lo plastifiqué yo mismo con cinta plástica y lo cargaba siempre en la cartera. Y cada vez que tenía que ordenar los atriles para una función yo sacaba mi papelito y lo colocaba en el atril del director. Armaba los primeros violines y regresaba a ese atril a ver, armaba los segundos violines y volvía a asomarme; así hice hasta que me lo aprendí de memoria. 

Acto seguido, nos fuimos a una gira en el 97 a Ecuador. ¡Imagínate a un chamo de 17 años en otro país y con moneda extranjera en el bolsillo! Cosas de chamo al fin, me la pasaba más en el casino que laborando, esto puso en riesgo mi trabajo. Cuando llegué a Venezuela, el maestro Rodolfo Saglimbeni me dijo: “Lorenzo, lo lamento. Hasta cuando madures un poco…” Así que tuve que hacer una pausa obligada en el mundo de la música. Entonces me puse a trabajar como itinerante, vigilante, cargando bultos, y dentro de esa pausa también llegó mi chamo. Hasta que un día me encontré con un señor que me dio la noticia: “mira, en la Mariscal están buscando gente, ¿por qué no te acercas allá?”. A partir de ahí, fue asumir esto con un compromiso mayor. Ya llevo once años aquí, hasta el día de hoy. Es como el dicho: “si se va, déjalo ir; pero si regresa, es tuyo”.

La Mariscal es mi familia, mi círculo de amistades más cercanos, toda mi vida ocurre aquí. Aparte del tiempo que paso con mi chamo, aquí nos llevamos como panas, como iguales. Trabajando acá, uno es como quien dice: el héroe anónimo. El montaje queda bien y el público se parte las manos aplaudiendo. Pero no saben quiénes están detrás; aún así, eso es lo que yo prefiero, estar tras bastidores, seguir siendo un desconocido. Una vez la Maestra Elisa me tomó de la mano, me sacó a juro al escenario, y ¡al escuchar esos aplausos! ¡te podrás imaginar! En otra oportunidad se me salieron las lágrimas cuando, sin haberlo dicho, unos niños de preescolar me hicieron una sorpresa y  me cantaron mi cumpleaños después de presentar Viaje al fondo de una orquesta. Un 27 de noviembre. 

Mi trabajo es que todo salga como tiene que salir, y siempre trato de que todo salga lo mejor posible. Que un espectáculo se caiga o salga mal por algo que sea mi responsabilidad, eso sería espantoso para mí. Esto es lo que amo de verdad. Si me fuese de aquí, dejaría de ser yo. La música para mí es la mitad de mi vida. A mí me encanta la Mariscal, es mi segunda casa. La música representa mucho porque vivo de ella, convivo con ella, es parte de mí, aún sin ser músico. Otro de mis temores es no poder dar lo suficiente de mí para que mi chamo sea una gran persona, me preocupo por ser un ejemplo para él, para que sea un hombre de bien, un hombre correcto y responsable. 

El encuentro con la orquesta en mi vida determinó dos etapas: un antes de la Mariscal y ahora.

Escritura:
Belén Vallenilla
Fotografía:
Patricia Tintori
Lugar:
El Conde, Caracas
Fecha:
17.5.2018
La música para mí es la mitad de mi vida.
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