Desde muy chiquito viví en carne propia el poder y la potencia que tiene el cine para transformar. A los dos años mi papá llegó a la casa con un proyector ocho milímetros que le habían prestado. Quitó los cuadros, convirtió la casa en una salita de cine y puso: La Guerra de las Galaxias. Me cuentan que cuando vi que apareció esa nave interminable en la pantalla que volaba y volaba yo me quedé sorprendido. Luego vino una escena donde explotó una puerta y salió una figura negra gigantesca con un casco parecido a un esqueleto. Me aterroricé. Le agarré la pierna a mi papá pero no le quité la vista a la pantalla.

Crecí en una casa muy peculiar, una casa grande llena de artistas. Músicos, escritores, pintores, poetas. Durante muchísimos martes que me quedaba con mi papá, leíamos en las noches Don Quijote. Con mi mamá, ya un poquito más grande, iba a festivales de cine. Yo era un fiebrúo, ella me llevaba a mí y a mi primo a ver Kagemusha o Los Siete Samuráis de Akira Kurosawa, por ejemplo. En ese momento no las disfrutaba pero hoy en día digo: ¡qué arrecho como todo eso, de alguna forma, estaba germinándose!

Compraba películas. Tenía una colección gigante. Recuerdo una época deliciosa, en unas vacaciones del colegio, donde podía ver tranquilamente tres o cuatro películas al día. Era una fiebre enorme, pero parecía solamente eso, un hobbie. De hecho decidí seguir los pasos de mi papá y estudiar medicina, no mucho después salió una película ¡que me partió la cabeza!: Pulp Fiction. Aunque es una película muy compleja me sorprendió su forma directa para narrar personajes fascinantes, su sencillez. Ahí cambié todas las aplicaciones de estudiar Medicina para estudiar lo que a mí se me parecía más a una escuela de cine: Comunicación Social, en La Católica.

Me apasionaba el oficio en general sin entender muy bien quién hacía qué y, a medida que lo fui entendiendo, todo me gustaba. Pero me fui decantando naturalmente hacia la dirección y después hacia la escritura. Mariano Álvarez, un súper actor venezolano, sí lo supo enseguida, una tarde en la que rodaba una escena de una telenovela. Ese día yo estaba con mis amiguitos montando patineta y me acerqué calladito a ver. Tenían un problema para resolver una escena, yo lo vi clarito en mi cabeza y así lo dije. Entonces Mariano escucha la vaina y dice: “Mira, aquí tenemos un director”. Me bautizó y, de hecho, así fue como grabaron la escena.

Soy curioso por naturaleza. Es posible que por eso admiro tanto a Einstein. Le tocó vivir una época muy convulsionada, lidió con eso y consiguió desde niño imaginar cosas que estaban en la frontera de las capacidades humanas para ese momento. Esa curiosidad lo acompañó durante toda su vida, así como su serenidad ante la incertidumbre. Eso se parece a lo que yo hago todos los días. Al escribir, contar historias, hacer cine, te dicen que eres Dios, que tienes que controlar todo, pero la realidad es que cuando estás en la candela, escribiendo, te pierdes. Estás en la mierda, en la oscuridad, en la absoluta incertidumbre. Es en ese punto donde sale lo verdaderamente original. Lo verdadero que tienes y debes encontrar. Por eso hay que aprender a estar a gusto donde falta luz. Es el umbral de la creación.

Durante un tiempo le tuve mucho miedo a la oscuridad, ya se me quitó. Aunque aún hay un montón de cosas que me atormentan. La desesperanza, por ejemplo. Me da miedo rendirme, me da mucho miedo la poltrona. Ese bajar los brazos y decir no hay más nada que hacer. Dejarme aplastar, que se agote la gasolina que empuja mi vida.

Mi trabajo se conecta enormemente con mis temores, mis afectos y mi alma… porque cuando escribes tienes que dejar el alma. Una de las frases más recordadas de Hermano es: “el olor a tortas se está yendo”. Cuando escribí la escena de los hermanos peleando tras la muerte de su madre pensé en mi abuela y pensé en la casa. A eso huele mi niñez… las tortas más ricas de Caracas eran las tortas de mi abuela. Ella es mi vida. Tiene 96 años, está en cama. Es un encanto de vieja. Pero su cuerpo se ha deteriorado y dejó de hacer tortas. Ese olor que se desvanece me produce tristeza.

Mi familia es, no sé… como el pilar. Es muy importante, pero la verdad, verdad, no soy tan familiero como muchos. Más bien soy medio cometa. También soy muy amiguero. Me interesa rodearme de gente interesante, divertida, loca, rara, apasionada. Gente que hace cosas que yo no hago y que me interesa conocer. De alguna forma también son mi familia, aprendo de ellos, me cago de la risa. No me interesa mojonearme y dármelas del que se las sabe todas, me interesa más ponerme en la situación de no saber. Eso me sirve para mi vida y para mi trabajo. Son mis vínculos más potentes.

Soy un tipo de rituales y todos me dan enorme placer, desde los más nobles hasta los más dañinos. Me paro muy temprano, sin despertador ni nada, hago mi café en la oscuridad, no prendo ninguna luz a propósito para estar a gusto y voy al balconcito. Me fumo un cigarro, pongo un podcast y lo escucho. En esa primera media hora no me pueden ni hablar, es mi momento.

He aprendido a encontrar placer en las cosas sencillas. Se lo debo a mi papá, que me llevaba de excursión a acampar. Eso siempre me quedó, la capacidad de disfrutar la simpleza de la vida. Desde lo lindo que está el día, ver el Ávila, esa montaña magnética, hasta una mesa de madera toda marcada. Esas cosas me mueven, las cosas vivas que tienen significado.

Escritura:
Camila Lessire
Fotografía:
Astrid Hernández
Lugar:
Chacao, Caracas
Fecha:
16.3.2018
Mi trabajo se conecta enormemente con mis temores, mis afectos y mi alma… porque cuando escribes tienes que dejar el alma.
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