Nací en oriente, en el Estado Sucre. Soy músico de nacimiento y el menor de siete hermanos. Yo camino y toco. Camino y canto. Muy adentro soy de todo, estoy cantando, pensando, escucho las trompetas, el bajo, la bandolina ¡¿Por qué la música?! No lo sé. Está allí. Dios puso en mí un don. Desde niño estoy en El Sistema de Orquestas y toda mi vida solo he hecho música. 
Mi mamá me inscribió a los cinco años en el núcleo y en la Coral infantil, en Cumaná. Por mi tamaño no había instrumentos y fue a los siete años que tuve mi primer violín. Lo tuve porque mi papá, melómano y músico de corazón, totalmente empírico, quería verme tocar; así que junto con mi mamá ellos hicieron el esfuerzo y me lo compraron. Al tocarlo estaba desafinado y al arco había que ponerle una cera que se llama perrubia. Nunca la había visto, parecía un caramelo muy duro, ¡la boté! Al día siguiente me explicaron lo que era y cómo debía usarla, entonces mi violín comenzó a sonar, desde ese momento no he dejado de tocar. Yo empecé a tocar en las parrandas del pueblo. Eso era viendo, aprendiendo, tocando. La mejor manera de aprender es esa: ¡viendo! 

Mi papá siempre se dedicó a sus hijos, a su familia. Él era pescador, se iba a trabajar de madrugada y regresaba con el anochecer, pero eso nunca fue motivo para desatender a ninguno de nosotros. Todos vivimos siempre bajo el mismo techo, nunca nos faltó nada. Tengo gratos recuerdos de mi infancia. El olor del pescado fresco es un olor que permanece, que me recuerda mucho a mi papá, por su trabajo. A mí me gustaría ver siempre a mi familia conmigo, todos juntos reunidos, eso es algo que me hace sentir muy feliz. Mis padres se desviven por mí, ellos siempre han estado muy pendientes de mí, de costear mis gastos para que nada me falte. Desde que me mudé a Caracas, casi siempre mi mamá me llama por teléfono, a veces dura uno o dos días sin llamarme, pero mi papá no, él me llama todos los días, no hay día que se acueste sin llamarme.

Cuando entré en séptimo año al liceo conocí al Profesor Jenner Romero,  mi segundo papá, uno de los músicos más virtuosos que existen en el Estado Sucre, director de la estudiantina de ese liceo, donde se hacía música venezolana. Lo que sé de ese género es por él. Aunque tenía el violín en mis manos, allí experimenté con otros instrumentos; en la estudiantina habían también cuatros, bandolinas... Yo preguntaba: “¿cómo es esto..?”, y me explicaban. Veía: “¡Ah! tienen las mismas cuerdas pero el violín no tiene traste”. Y así fui aprendiendo, ese fue mi primer impulso. A los once años descubro lo que es el Conservatorio de Música Simón Bolívar, audiciono, y me aceptan.

Cada quince días tenía que venir a Caracas a ver clases, venía con mi mamá, pero seguía con mis estudios en Cumaná. En ese momento no entendía por qué ella decía que el viaje a Caracas la cansaba. Viajamos en autobús y yo venía de lo más feliz. Salíamos todos los domingos en la noche para estar en Caracas a las cinco y media de la mañana. Así estuve por cinco años. 

Había ido un diciembre a Cumaná, a visitar a mi familia, y estando en una parranda en la casa del Profesor Jenner, le pregunté: “¿Profe y el violín?” Él lo buscó y cuando lo vi le dije: “¿Qué le pasó a ese violín? ¡Véndamelo! Yo lo mando a reparar y se lo cambio por el mío”. Él me dijo que ese ya no servía. Pero yo le insistí. Le preguntamos a Fermín, un lutier de Cumaná, que en cuánto saldría repararlo. Es un violín muy costoso, hecho a mano, de un lutier famoso: Emmanuel Berberian. El Profe Jenner me dijo: “quédate con tu violín y cuando te entreguen el otro, tú me das el tuyo”. Había que barnizarlo, hacerle el puente, taparle algunos hoyos. Inmediatamente el Profesor me dijo: “¡te lo cambio, yo no puedo arreglarlo! Tú lo vas a poder aprovechar más”. El cambio fue de cero a mil. 

Yo no tenía las posibilidades de cubrir un violín así. Cuando lo tuve entre mis manos pensé: ¡hay trabajo! Pasó como año y medio, y al verlo restaurado no podía creer que era el mismo violín. Toribio, se llama, es el que me acompañará toda mi vida. Toribio es muy nuevo, tiene un año de experiencia. Todavía lo estoy conociendo. A los instrumentos como estos hay que conocerlos.  La armonía es muy exacta, no hay falla para ningún instrumento. Tanto en la música popular como la académica. De hecho, para mi no existe distinción entre una u otra, porque de la misma manera que toco el violín para una partitura de Beethoven lo hago para un vals venezolano.

Cuando me mudé a Caracas, la orquesta que me abrió sus puertas fue la Gran Mariscal de Ayacucho, he estado en otras, pero esta tiene lo que nosotros llamamos la “mística”,  algo que no he encontrado en ninguna otra parte. Es esa aura con la que se trabaja, la amistad, la camaradería. Por eso decidí quedarme aquí, no solo por la música, sino también por las oportunidades que me han ofrecido. Porque cuando llegas aquí, todos los días encuentras con quien conversar, o vamos y comemos juntos en la misma mesa. Es un lugar donde no necesitas filtros para llegar al coordinador, al presidente o a la directora para expresar algo. En otros lados esa cercanía no se ve.  Siempre me ha gustado estar rodeado de la gente. En la música me veo acompañado, la música se hizo para compartir…

Desde hace diez años, que mi papá se retiró, él es todo para nosotros. Con mis obras quisiera devolverle a él y a mi hermano algo de lo que me han dado. Ese es mi mayor anhelo: Poder retribuirles todo lo que han hecho por mí.

Escritura:
Belén Vallenilla
Fotografía:
Patricia Tintori
Lugar:
El Conde, Caracas
Fecha:
17.5.2018
En la música me veo acompañado, la música se hizo para compartir.
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