Vengo de una familia de campesinos del Estado Sucre. Mi papá era agricultor, de hecho, recuerdo que desde chiquita, con tres o cuatro años, me llevaba a recolectar algodón. Justo a esa edad tuve que mudarme a Caracas con mi hermana mayor. Recuerdo que no quería estar aquí porque nos vinimos sin nuestros padres. Eso para mí fue muy doloroso, al punto de ser una niña depresiva. 

Lo bueno de estar en Caracas fue que en algún momento hice contacto con unos grupos juveniles que me ayudaron muchísimo, me apoyaron durante mi adolescencia, y a través de ellos llegué a la escuela. Comencé a trabajar en la escuela Canaima a los 18 años como profesora de deportes; dos años después me asignaron a los estudiantes de cuarto grado. Recuerdo que tenía estudiantes de 17 años y yo tenía, más o menos, 20 años. 

En ese momento recibíamos a los estudiantes que nadie quería por la zona. La gente en la comunidad decía que esta era la escuela de los “subnormales” porque nosotros aceptábamos a muchachos muy grandes. Inscribíamos primero a los de mayor edad, nunca teníamos un niño de siete años en primer grado. De esa manera fuimos graduando a los jóvenes del sector que no habían podido estudiar. Con el tiempo se regularizó el proceso y comenzaron a ingresar estudiantes con la edad acorde al grado.

No sé de dónde surgió la vocación por enseñar, creo que de niña uno enseñaba y no sabía que lo estaba haciendo, es más, la educación nunca estuvo en mis planes. Mi inclinación estaba hacia el área administrativa, pero todo se complicó y terminé estudiando educación comercial que era lo más parecido a lo que quería. No me equivoqué, he disfrutado mucho mi trabajo. Uno de mis momentos felices es cuando me encuentro a algún ex-alumno y veo lo mucho que ha crecido. Creo que la felicidad es eso: una acumulación de pequeños momentos felices. 

En esta escuela decimos que somos formadores y tratamos en la medida de lo posible de seguir la parábola del sembrador, siempre trabajamos por sembrar valores y después veremos cuáles semillas fructificarán y cuáles no. Por eso creo que nunca me he desprendido de mis raíces. 

Paso la mayor parte de mi tiempo en la escuela y me cuesta muchísimo despegarme. Para mí no es un simple trabajo, no es un empleo como tal, aquí uno va viviendo, va tratando de ver cómo puede influir positivamente en la vida de la gente. No imaginé que llegaría a ser la directora, se suponía que yo iba a hacer otras cosas. Ahora tengo 51 años y nunca pensé que me quedaría tanto tiempo. 

Si volviera a nacer haría lo mismo, aunque incluiría más cosas, lo haría distinto. Por ejemplo, me hubiese gustado ser un poco más loca, atrevida, viajar, irme de repente a un lugar nuevo y haber disfrutado más del tiempo libre, porque desde que comencé a trabajar no he parado. Definitivamente uno tiene que tener más espacio para sí. 

Decía que me quería jubilar estando en aula, no en esta situación de ser directora, porque uno tiene muchas cosas administrativas que te quitan ese contacto directo con los muchachos, no te da chance, sin embargo, trato de ser lo más cercana posible a los alumnos porque nuestros chamos son especiales, no sé si en todas partes son así, pero aquí tú tienes un abrazo siempre y por muy desarreglada que estés hay un muchachito que te dice: “profe estás bella”. Si estás medio “depre” esos gestos te levantan el ánimo rapidito, es una cosa muy rica, muy sabrosa, yo me lo disfruto muchísimo. 

Si tuviera que definirme en tres palabras diría que soy metódica, alegre y solidaria, de esas de acompañar a otros. Quizá por eso de ser metódica siempre he tratado de seguir el orden de las cosas, de hacer todo a su debido tiempo –aunque mi familia cree que me portaba muy mal– me pongo a revisar mi pasado y no, siempre me he portado demasiado bien. Hasta en el amor he sido muy lógica, pocas cosas he hecho así espontáneas, sin estar pensando en las consecuencias. Le temo al hecho de no tener claro hacia dónde ir, no me gusta sentir que no tengo la precisión de las cosas. También le temo a la soledad, pero no al hecho de estar sin compañía, sino a no tener con quién contar.

Si pudiera hacerle una pregunta a alguien, le preguntaría si estoy en lo que realmente me corresponde, siempre tengo esa pregunta. Tengo la sensación de que hay un montón de cosas que me faltan por hacer. 

Escritura:
Nathaly Varela
Fotografía:
Susana León
Lugar:
La Vega, Caracas
Fecha:
21.7.2017
Creo que la felicidad es eso: una acumulación de pequeños momentos felices.
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