Ser fotógrafo era mi destino. Aunque era lo que me gustaba nunca pensé que podía serlo. Desde pequeño veía a mi papá con sus cámaras y en especial me encantaba su Rolleiflex, un modelo antiguo que se abría para mostrar la imagen al revés, y en blanco y negro como la que se veía en la televisión que en esa época había llegado a la casa. Me gustaba jugar a que grababa películas. A los diez años me regaló una, liviana y barata.

Se me metió en la cabeza la idea de que no se vivía de la fotografía, entonces sería arquitecto, y me pondría suéteres alrededor del cuello como ellos lo hacían. Esa era la única razón, que luego no fue suficiente para mantenerme en la universidad. Ahí empezó mi carrera.

Eso de nueve a cinco no era para mí. Un amigo, Rubén Fontana, me dijo que podía convertir un baño en un laboratorio fotográfico. Luego Luis Brito me hizo sentir que podía vivir de eso y me regaló el momento más mágico de mi vida: cuando el papel fotográfico metido en el químico develó la imagen. Me volví adicto a esa droga, el clic.

Ahora que soy padre, entiendo que aunque mi papá influenció mi destino, tal vez hubiera querido que mi oficio no fuera tan incierto, así como yo he querido para mi hijo. Le sugerí desde muy temprano que fuera arquitecto, y eso hizo, pero cuando terminó la carrera y probó el nueve a cinco descubrió que él es artista y fotógrafo. No tenía suéter en el cuello pero se repitió la historia. Qué podía decirle. Comprendí que las garantías no existen. Solo le pedí que diseñara al menos una casa: la mía, a dos horas de Manhattan.

Lo primero que hago cada día, antes que leer el Times, es leer El Nacional. Aunque nací en Caracas, desde niño descubrí a Venezuela en toda su extensión. En los viajes al interior con mi padre, que era director de Cultura de la Universidad de Oriente, comí empanadas de cazón en Cumaná, pabellón en Margarita, lau lau en Ciudad Bolívar y chicharrón en Monagas. Es por eso que cada región del país está retratada en mis fotos.

Por como he vivido creo que he sido muy afortunado, aunque hay tanto que extraño todos los días. En Venezuela están muchas de las personas que quiero. Cada vez que vengo, así sea por una semana, me siento en casa. Por el tema de mis fotos me han pedido muchas veces definir mi sentido de pertenencia. No sé si lo tengo tan claro. Lo que sí sé es que mi terruño me hace sentir que sin importar donde me encuentre, hay un lugar que me arrulla.

Escritura:
Dulce Katz
Fotografía:
Raquel Cartaya
Lugar:
Las Acacias, Caracas
Fecha:
30.7.2016
Mi terruño me hace sentir que sin importar donde me encuentre, hay un lugar que me arrulla.
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