Me crié entre parrandas. En cualquier reunión mi abuela cantaba, mi abuelo tocaba la guitarra, uno sacaba el violín, otro las maracas, los demás cantaban. Mi mamá tocaba el oboe y mi papá tocaba la flauta traversa, ambos fueron fundadores de El Sistema Nacional de Orquestas. Vengo de una familia de músicos y eso es algo que siempre he traído conmigo, forma parte de nuestras vidas; allí empieza mi vínculo con la música. 

De pequeña, cuando estaba en la mesa me la pasaba tocando las cosas, hasta los vasos, los platos, ¡todo! Siempre estaba el sonido y el ritmo ahí latiendo, no me quedaba tranquila. Ese es el sonido de mi infancia, el que me conecta con la percusión. 

Comencé tocando el violín junto con mi hermano, Ivón Pérez. En las clases de violín yo era tremenda. Si no me aprendía la partitura me reclamaban, ¡hasta si llegaba con las uñas largas! De pronto, decidí dejar el instrumento.

Después me interesó mucho lo que es la percusión afrovenezolana. Por ejemplo, los tambores de Quibor, ahí dije: “¡Voy a ser percusionista!”. Quería iniciar por lo de mi país, entonces empecé a estudiar con el profesor Héctor Pacheco. Allí vi todos los tambores de Venezuela, maraca llanera, oriental, tuyera, etc. Cantaba en un grupo llamado “Yuruari” que se interesaba en la música de El Callao. Hacíamos viajes de investigación sobre la parte afrovenezolana. Trabajamos más que todo con los cultores, como la maestra Cleotilde Billings. Ella era de El Callao, su influencia era del Caribe y Trinidad. Fue una persona muy valiosa en cuanto a la información que necesitaba. 

El tambor es una forma de expresión ancestral. El tambor venezolano se caracteriza por ser enérgico, lo que requiere de mucha fuerza física. A mí me llamaba la atención era el sonido, sin buscar tanto la fuerza; por eso cuando toco un instrumento me ocupo más de la proyección. Originariamente el tambor era un símbolo que demostraba la virilidad del hombre, pero eso ha ido cambiando socialmente durante los siglos. Aunque a veces me ven raro cuando toco el tambor con aquel entusiasmo y vigor. Las mujeres hemos demostrado que podemos interpretar cualquier instrumento, además se han integrado a la percusión afro y latina. Uno no deja de tener raíces afrovenezolanas.

Cuando se toca tambor en los espacios populares la gente empieza a identificarse contigo. Allí encuentras personas que te apoyan debido a que el percusionista no trata solo el ritmo, la teoría y práctica, también va conociendo a las personas como ser humano, se involucra, convive con ellos, se va consolidando una familia. Uno no puede andar en la vida indiferente ante ello, eso me ha marcado mucho. De eso se trata la percusión: conservar y defender la humanidad, tocando.

Una vez, con un lutier llamado Carlos Caña, nos fuimos hacia Barlovento a cortar palos para hacer tambores. Antes, hacer eso era prohibido, lo que impedía poder traerse los tambores. Entonces los cultores se ingeniaron la manera para hacer tambores y la madera que más se les adecuó en ese momento fue la del árbol de aguacate. Terminé aprendiendo a construir tambores afrovenezolanos, los Cumacos, con esa madera. 

Esos momentos felices que me otorga la percusión hacen que me transforme en un árbol inmenso que va floreciendo, mientras siento cómo me conecto con mis raíces, a pesar de las dificultades en el ambiente, sigo creciendo hasta expandir cada rama, dando fruto, dando sombra alrededor, y aunque mis hojas caigan volverán a reverdecer. 

Siento esa necesidad de que no se pierdan nuestras tradiciones y doy fe de que hay cultores que trabajamos para ello, para mantener el folklore venezolano. He sido San Juanera, de los Velorios de la Cruz. Mi vida ha girado siempre alrededor de las tradiciones venezolanas, es algo que me mueve. 

En este momento la Orquesta es como el centro de mi vida, me crea cierto espectáculo interior. Me ha enseñado a perseverar.

Escritura:
Robert Mora
Fotografía:
Patricia Tintori
Lugar:
El Conde, Caracas
Fecha:
17.5.2018
De eso se trata la percusión: conservar y defender la humanidad, tocando.
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