Me fui de intercambio a Bélgica a los dieciséis años.

Mientras estuve allá decidí aplicar para comunicación social y justo antes de que finalizara mi tiempo de intercambio me notificaron que había quedado seleccionada para esa carrera en una universidad de allá. 

El intercambio fue una experiencia interesante porque, al principio, me sentía como una intrusa dentro del “ritmo natural” de la vida de los belgas. Sentía como si yo debía pasar desapercibida para no molestar a nadie, y en el colegio me la pasaba pegada a la profe de inglés. Pero al final, todas las personas fueron super abiertas conmigo, y hasta terminaron adoptándome como parte de la familia. Tuve mucha suerte, porque supe de otros amigos que no tuvieron tanto éxito en su adaptación.

En un momento entendí que yo podía ser igual a los belgas, aunque yo tenía mi background y ellos el suyo, podíamos interactuar. Obviamente había cosas a las que yo me tenía que adaptar pero eso no significaba que tuviera que reprimir quien yo soy en verdad.

Ya había vivido once meses con mis “padres” belgas, así les digo por cariño, y una vez que finalizara el período de intercambio, viajaría a Venezuela y enseguida regresaría a Bélgica para estudiar en la universidad, pero ya no viviría con ellos, sino en una residencia estudiantil en otro poblado.

Al llegar a Venezuela, se me revolvió todo, reencontré mi cultura, mi familia, mis amigos y hasta mi playa favorita: la bahía de Cata, todo eso me generó una cierta melancolía que me hizo dudar si quería retornar a Bélgica. Sin embargo, vi que tenía una oportunidad que no se iba a repetir y que tenía que aprovecharla.

Después, estando en Bélgica, sentía añoranza de mi país y me la pasaba pegada a las redes sociales y al internet para saber minuto a minuto lo que acontecía en Venezuela. Al principio fue complicado porque sentía mucha nostalgia. Después me di cuenta de que no estaba ni aquí ni allá y eso no era justo. Tenía que tomar una decisión: me regresaba o me quedaba, pero tenía que vivir plenamente una de las dos cosas.

Hacer conciencia de que mi estadía allá era por un tiempo limitado me dió un respiro, y fue como un impulso para poder concentrarme en asumir mi nueva vida, abrirme más a la gente y socializar dentro de una cultura tan distante. Fue muy importante comprender que jamás iba a dejar de ser venezolana y que, por más que amara mucho a mi país, tenía que aprovechar la oportunidad y dejar de amargarme. Así que decidí vivir mi vida al máximo allá. Primero comencé trabajando como mesonera, después fui bartender y la pasaba buenísimo. También fue rudo, por los horarios de estudio en paralelo o por alguno que otro cliente prepotente que llegaba al local. Esta experiencia me permitió madurar en muchas cosas.

Uno de mis mantras de vida es que: “Uno hace lo mejor que puede con lo que sabe”. Si alguien maltrata a sus hijos, lo hace, lamentablemente, porque eso fue lo que le enseñaron, eso fue lo que aprendió. De repente si supieran algo mejor eso es lo que harían, es como esa frase: "When you know better, you do better".

Yo creo que cuando te encuentras en lugares muy diversos, a nivel de crianza, de ideologías, de diferentes puntos de vista, siempre lo que te une es el compartir eso que traes tú, lo que eres, y el compartir viene de valorar lo que tienes para dar, es como decirle al otro: “quiero que sepas quién soy yo, y quiero saber quién eres tú”. A algunas personas les cuesta más escuchar que a otras. Pero de lo que se trata es de que: “yo hago esto, tú haces aquello, pero todo es valioso”. 

A pesar de las diferencias, lo que nos une, aunque suene cliché, es el factor humano que proviene de la empatía, del compartir, de la confianza que uno tenga en uno mismo, en quién eres, de dónde vienes. Y esa misma seguridad es la que te da una base para poder abrirte a lo desconocido, a explorar y conocer.

Escritura:
Alexandra Cona
Fotografía:
Arnaldo Utrera
Lugar:
Country Club, Caracas
Fecha:
13.3.2017
El compartir viene de valorar lo que tienes para dar.
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