La política llegó a mi vida un buen día y más nunca me dejó. Comencé a estudiar Derecho en la Universidad Central de Venezuela, no sabía que eso era lo que quería hacer, por lo menos no conscientemente. Dejé la carrera por un año, me fui a Colombia. Fue en ese país, politizado por naturaleza, que descubrí aquello a lo que me dedicaría por el resto de mis días.
Sin embargo, fue camino a Santa Rosa, mi pueblo natal, donde la realidad me abofeteó por primera vez. En esa época las carreteras las mantenían los presos comunes. La carretera que atravesaba el río Quiamare estaba llena de ellos. Vivían de manera muy precaria, en unos espacios con planchas de zinc y paredes de alambres de púas. Sus caras siempre eran distintas, se morían enseguida a causa del paludismo. Esa imagen de miseria aún no se borra de mi memoria.
Mucho más tarde, ya de regreso a Venezuela, otro incidente me llevó a inscribirme en Acción Democrática. En un mitin de cierre de campaña del partido comunista, en el Nuevo Circo, agredieron al doctor Barrios y le partieron la frente. Yo no lo conocía, pero eso me causó tanta indignación que al día siguiente me convertí, oficialmente, en un militante.
A mis casi noventa y tres años, retirado de mis antiguos oficios, la política no me ha abandonado, se ha convertido en mi pasatiempo. Es la que me ayuda a vivir mejor. Por ella perdí mi libertad, me encontré en la soledad y me enamoré. Pero, a pesar de mi trayectoria, a veces me pregunto si me equivoqué de profesión.
Ingresé en este mundo muy joven y creo que en el fondo de mi alma no soy realmente un político, me falta visión. Si pudiera transformarme en alguien más, sería un trotamundos, medio bohemio. Un desentendido de bienes materiales que viaja por ahí, feliz. Pero, a decir verdad, no me arrepiento de nada, la política me encontró y lo hizo para quedarse.