Me vine de las Islas Canarias para no tener que entrar al servicio militar. Tenía dieciséis años y quería hacer otras cosas que no fueran servir al país en caso de una guerra. Quiero al país pero no me gusta la guerra.
Era feliz junto a mi madre y mis hermanos, no fue sencillo irme de mi tierra, pero sí necesario. Tenía que ayudar a mi mamá. En nuestro pueblo había mucha libertad pero ganarse la vida era lo más difícil.
Mi primer trabajo fue como frutero. Esto me permitió conocer a muchas personas. Fue así como, cuatro años después de haber llegado a este país, conocí a la mujer que se convertiría en mi compañera de toda la vida. Una mexicana de la cual me enamoré al instante. Después de habernos casado decidimos trabajar juntos vendiendo comida. Fue mi suegra quien me enseñó el arte de preparar tacos. Comenzamos de forma ambulante con un carrito que nos regaló un gran amigo. Desde 1980 logramos instalarnos en este local donde ya tenemos alrededor de cuarenta años.
La cocina es mi terreno y nadie entra sin mi consentimiento. Todos los platos que servimos pasan primero por mis manos y luego por el ojo de mi esposa. Ella tiene su lugar en el mostrador, desde ahí cuida que todo esté en su lugar.
Cocinar no es un acto mecánico en el que todo se repite. Para mí, cocinar es nuevo todos los días, aunque tengo años haciéndolo. La sal nunca cae de igual forma y el humo de la comida y las llamas de la cocina nunca hacen el mismo movimiento.
Toda esta aventura de mi vida inició en el momento en que decidí que no quería pertenecer al mundo hostil de la guerra. Hoy vivo entre los olores de los guisos, el cilantro picado sobre la tabla, el cafecito después de la comida que piden los clientes. El amor de mi esposa y mis hijas. Todos estos elementos son los ingredientes esenciales de mi vida que hacen imposible para mí desear regresar al pasado. Yo no cambiaría nada. En la vida uno siembra su mal o su bien. Yo sembré mi bien. Dios me permita estar cada día ante esta cocina.