Nací en Machico, Isla de Madeira, en una familia de diez hermanos. Estudié en un convento de monjas y luego trabajé en el campo. A los 19 años me fui al cuartel y llegué a ser cabo. Con la dictadura de Salazar no había trabajo ni nada que hacer en Portugal, y mi hermano, que se había venido a Venezuela, me envió una carta y vine en un barco para comenzar aquí.

Para ese entonces llegaban muchos portugueses a Venezuela, el país pedía mucho a los madeirenses porque trabajamos como burros. No veíamos si pagaban mucho o poco, agarrábamos lo primero y algunos aquí se aprovechaban de eso, pagaban cuatro centavos por estar día y noche trabajando. 

Mi hermano me esperó en La Guaira. Al día siguiente comencé a trabajar en un abasto por aquí mismo en Las Adjuntas. Mi cama era un colchoncito que ponía sobre dos cajas de refresco en el depósito de la mercancía. Trabajaba desde las tres de la mañana hasta las once de la noche. Comencé de a poco hasta ganar 280 bolívares y ser socio del negocio. 

Un día un amigo gallego, cliente de la bodega, me ofreció comprarle la mitad de su taller. Vi que iba a ganar más y trabajar menos, y de la noche a la mañana cambié una bata blanca por una braga. Él se fue a España y yo me quedé con todo. Me ha ido bien, nunca me arrepentí de dejar el abasto por la herrería.

La última vez que vi a mi padre fue el día que me vine de Portugal, lo recuerdo llorando como un niño al despedirse. Al poco tiempo supe que había muerto de un infarto. Él nunca pisó un médico, trabajaba mucho en el campo pero se fue muy joven, a los 65 años. De mi madre recuerdo su cocido a la portuguesa. Lleva carne, gallina, verduras y repollo. Ella era experta en eso, le ponía la carne ahumada y tres tipos de chorizo portugués, muy sabroso. Esa es mi comida favorita. De aquí me gusta el arroz y la caraota, con huevo y plátano.

A mi esposa la conocí en Portugal, éramos vecinos. Cuando me vine ella tenía 18 y yo 22 años. No había teléfono, ni nada de eso. Mientras iba una cartita y llegaba la otra, pasaban dos o tres meses. A los cuatro años yo ya había reunido unos centavitos, nos casamos por poderes, ella allá y yo aquí, y así pudo venirse a Venezuela. Murió hace ochos años. Ese día mi hija cerró su apartamento en Montalbán y se vino a vivir conmigo. Nunca me he visto solo porque ahora están los nietos en la casa, pero no fue fácil quedar viudo. Siempre estábamos juntos, viajábamos, salíamos mucho los fines de semana y ahora estando solo nada es igual.

Todavía en el taller atendemos clientes que tenemos desde hace 30 o 40 años. Antes salían trabajitos pequeños como puertas y ventanas, no había las máquinas que tenemos ahora. Después hicimos trabajos por toda la urbanización Ruiz Pineda, Caricuao y Kennedy, levantando edificios. Aprendí viendo a los obreros y aún aprendo, uno nunca es viejo para aprender.

Sigo muy activo en mi trabajo, y siempre me he mantenido con muy buena salud. Mi médico cada vez que me chequea me dice: “Lino, tú estás sano. Tú eres de hierro”. A mis nietos les digo que busquen siempre buenas compañías, que trabajen mientras son jóvenes, que echen pa’lante. Que piensen en que van a llegar a viejos y se guarden algo, no se lo coman todo, guarden algo siempre para mañana. Hay que pensar la vida, el futuro.

Escritura:
Odri Albornoz
Fotografía:
Astrid Hernández
Lugar:
Las Adjuntas
Fecha:
1.12.2017
Aprendí viendo a los obreros y aún aprendo, uno nunca es viejo para aprender.
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