Yo me dedico a hacer imágenes, no me gusta la palabra fotógrafo ni artista. Soy más bien un iconógrafo de una época que me tocó vivir, la cual expreso a través de imágenes mediante el oficio de la fotografía, usando elementos contemporáneos.

Soy un ciudadano de a pie, lo que hago creo que es como una válvula de escape que expresa lo que estamos sintiendo como colectivo en este momento, partiendo desde mí mismo como individuo. Esta expresión para mí tiene el mismo valor que la de un mecánico, un campesino, un arquitecto, un ingeniero o un ama de casa. Mi obra Caracas Sangrante por ejemplo, es una imagen en la que expreso mi angustia por el nivel de violencia que se vive en Caracas. Esa imagen pasa a tener vigencia en la medida en que el resto del colectivo se identifica con ella, esa es la validación de algo que surgió de una visión muy personal sobre ese aspecto, proviene de mis propias dudas, de mis preguntas más profundas. Porque yo expreso dudas, no expreso soluciones.

El arte inicialmente tiene un factor curativo. Estamos en una sociedad que vive bombardeándonos de cosas con las cuales no te sientes identificado. Yo no soy un “nombre”, por eso digo que me cago en mi nombre, me cago en los premios que me han dado. Hay que ser como el río, es decir, la información y las imágenes tienen que circular tranquilamente, porque las imágenes que se estancan, que no circulan, se ponen piches. Creo mucho en la transmisión del conocimiento mediante la oralidad. Puedo decir que todo lo que sé es porque lo he oído. Aunque también tuve la suerte de tener grandes maestros que me han enseñado mucho a través del silencio. La gente no sabe estar en silencio; a través del silencio es que uno puede aprender, y a través de una frase muy sencilla como lo es decir: “no sé”. Lamentablemente, en esta sociedad si dices eso te señalan o te critican, y resulta que si tú sabes decir “no sé” entonces es cuando te pueden dar la explicación sobre algo, así de simple. El conocimiento se ha transformado en un asunto de poder, en una posesión que da poder, por tanto en dominación.

Esa frase que le decían a las nuevas generaciones: “¡estudia, porque si no, vas a echar pico y pala!”, eso se cayó. Hay gente que hoy en día, aun teniendo un montón de títulos, igual están pelando bolas. A veces el conocimiento manual te puede dar elementos mucho más creativos a nivel social. Debemos combatir esos esquemas sociales, primero, con el derecho a la lentitud. Tenemos una sociedad que todo lo quiere hacer rápido, eso es algo lamentable. Yo voy poquito a poco, ¿cuál es el apuro? Uno tiene el derecho de ir a su ritmo. Segundo, con el derecho al “error”. Porque como también nos hemos convertido en un producto de consumo masivo, estamos en una sociedad en la que está prohibido equivocarse. Estoy convencido de que la base de la creación está en el error. Solamente a través del error es que tú puedes crear. Eso pasa entonces por darse uno mismo el derecho a equivocarse. Parece mentira que la mayoría de la gente lo que busca es solo triunfar, ser el mejor; y entre querer triunfar y vivir rapidito, bueno, ahí se les va la vida, hasta que se mueren como unos pendejos.

¿Dónde está mi principal “error”?, en atreverme a hacer cosas que no manejaba. Es como ir a contracorriente, porque la tendencia ha consistido en pensar que ‘tener’ conocimiento es igual a copiar y acumular información. Pero en realidad eso no te da el conocimiento. Toda mi obra es un gran error, en qué sentido, todo mi trabajo se ha basado en transitar asuntos no transitados, donde la posibilidad de equivocarse es grande. Casi podría decir que soy una especie de adicto al error. Muchas veces haciendo mi obra me da una profunda angustia porque en esos momentos sé que me estoy atreviendo a hacer cosas que no manejaba antes. Cuando hago mis obras, al mismo tiempo siento que me estoy equivocando, y esto ocurre por esa especie de chip que uno tiene instalado socialmente en el cerebro de que está prohibido equivocarse.

Las sociedades avanzan a través de las rupturas, no a través de seguir los procesos normales. Los grandes eventos científicos se dieron a través del error. Por eso creo en la ‘no programación’. Uno viene con toda una programación social, desde la familia inclusive, que te condiciona; pero en la medida en que tú hagas una ruptura, que puede ser considerada como un “error”, eso es lo que hace que tú florezcas; porque estás transitando elementos no formales ni académicos, y eso se da a nivel de la literatura, de la filosofía, de la música… o sea, todos los grandes saltos de la humanidad han sido producto de rupturas. De hecho, un gran amigo biólogo me comentaba una vez que eso es lo mismo que pasa en la naturaleza: La semilla que se queda al lado del árbol no crece. La semilla que se aleja más del árbol matriz es la que logra florecer.

Las propias rupturas uno las reflexiona en el tiempo, no es algo que sea inmediato. O sea, hay cosas que las estoy viendo ahorita a mis 65 años, pero cuando tú estás montado en eso tienes muchas dudas. Y fíjate, también creo en la duda. Aún a mi edad sigo dudando muchísimo, claro que ahora son otras dudas, lo que cambia es que uno tiene cara de no tener dudas, pero en el fondo es la misma güevonada de cuando tienes quince años. A veces siento que el mundo no tiene ningún sentido. Y me encanta sentir eso. Como dice el taoísmo, uno debe ir borrando su historia personal. Porque nos apegamos demasiado a la historia personal, al personaje. Eso hay que borrarlo. Cada día tú decides tu vida. Eso es lo que yo intento diariamente tanto en lo personal como en la parte docente, con los alumnos míos, que para mí es una transmisión de pensamientos, es la práctica de libertad. Es jodido mantener la libertad. Te la juegas todos los días en la medida en que dudas. Si tú crees que llegaste, no sigues avanzando. Si tú crees que te las sabes todas, hasta ahí llegaste.

Mi obra comenzó cuando empecé a hacer fotografías de perros muertos. Cuando me iba de viaje al interior del país para hacer trabajos publicitarios o turísticos; eso fue lo que comenzó a llamarme la atención, y la gente me decía: “pana, pero ¿tú estás loco, cómo vas a fotografiar eso?”. En ese entonces yo era un fotógrafo comercial, pero eso era algo que me atraía, me gustaba. Yo me decía a mí mismo: “¿será que me estoy volviendo loco?”. En estos tiempos eso ha cambiado, la visión de un perro muerto es diferente; ahora la gente se atreve a ver las fotos, pero hay que ver el momento histórico en el que me comenzó a pasar a mí, hace casi cuarenta años. Era algo muy intuitivo. Yo creo mucho más en la intuición que en el conocimiento acumulativo. En ese momento yo dudaba profundamente de lo que estaba haciendo, pero a la vez había algo que me impulsaba a hacerlo. Volvemos al asunto del error, o sea, a uno le enseñan a portarse bien, desde que eres chiquito. Cuando te dicen “¡Caca!”, ahí ya tú estás formándote un prejuicio sobre algo; por ejemplo, sobre el excremento, y resulta que esa es una de las cosas más sanas de la humanidad, o sea, si no cagas es un problema. Por eso yo digo que hay tanto estítico en el mundo. También en la parte de la sexualidad; de niño te permiten que te toques tus genitales, hasta les hace gracia, pero cuando ya eres más grande y te tocas porque descubres la masturbación, te lo prohíben, entonces, ¿cómo es la vaina?

A mi edad puedo ver mis propias programaciones, inclusive las familiares. Yo tuve problemas de salud desde pequeño, problemas sicológicos. Eso es algo que me hubiese podido traumatizar de por vida, pero al contrario eso me agudizó la imaginación. Yo nací con problemas severos, en esa época no era fácil hacerse unos exámenes de sangre para detectar cosas. Mi madre se encontraba en un momento de ascenso social y mi padre era militar, era la época del perezjimenismo. Así que mi abuela materna se encargó de mí durante ese tiempo, me crió hasta los seis años. Ella vivía en El Cementerio, en una casa en la que convivíamos con otros tíos. Desde ahí estuve ligado a lo popular.

De niño empecé a tener sueños que me angustiaban. Veía fantasmas, sombras, me daban mucho miedo; por eso me llevaron al sicólogo. En las pruebas de las manchas yo veía vampiros, diablos. El diagnóstico fue lo más insólito, los sicólogos decían que mi problema era que yo tenía exceso de imaginación. Entonces me medicaron, me dopaban con calmantes desde los cuatro años. Después, una de esas medicinas me intoxicó y me salieron unas manchas negras en todo el cuerpo, hasta pensaban que era cáncer. Me llevaban a tomar baños de playa por recomendación del médico, pero cuando yo iba a jugar con otros niños, las mamás les decían que no jugaran conmigo porque eso podía ser contagioso. Eso hizo que yo me apegara mucho más a mi abuela, jugábamos juntos, paseábamos, ella siempre fue muy chévere conmigo. Después a mi papá lo expulsaron del país por cuestiones políticas, ahí me separo de mi abuela. Ella se queda en Venezuela y nosotros nos tuvimos que ir en barco a Europa. Resulta que en el barco la enfermedad se me quita sola, nos dimos cuenta de que lo que me estaba afectando eran los calmantes. 

Yo siempre le metía al loco. Me atraían cosas bizarras. Y te guste o no te guste, uno es un producto de la familia de uno, es algo que te marca. Mi papá en el exilio, siendo militar era amante de las Artes, era coleccionista; le gustaba la pintura. Él era amigo de Soto, Cruz-Diez, Alejandro Otero ¡De bolas que eso te marca! Yo jugaba de chamo con los hijos de ellos mientras estuvimos en París. Las circunstancias siempre están ahí, pero depende de ti saber aprovecharlas. En ese entonces mi papá empezó a pintar, yo lo veía y le pasaba los pinceles. Él hacía que yo firmara sus cuadros. Le gustaba hacer cinetismo, pero las rayitas no le salían, entonces me mandaba a mí a casa de Cruz-Diez de espía, para que yo aprendiera y después le enseñara a él. El peo fue que cuando me metí en el taller de Cruz-Diez yo quedo fascinado. Cruz-Diez es mi gran maestro. Todo ocurrió en el momento perfecto, yo tenía trece años y era la época de los años 60 en Francia, eso fue algo crucial. Ahí empecé a leer, a estudiar la fotografía. Tener que estudiar el bachillerato para mí era una ladilla. Yo me jubilaba del liceo y me iba a la casa de Cruz-Diez. Así fue como conocí a importantes cineastas, escritores y artistas, ese era el momento histórico de Latinoamérica en París.

Al final, todas estas circunstancias se van convirtiendo en un crisol y, está en ti desarrollarlas o no, saber verlas o no. Es como decía Herman Hesse, que a toda persona se le presenta un momento de la vida en donde todo es relativo, donde se abre una puerta y tú te atreves a pasarla o no. Pero pasarla implica ir a un sitio donde tú no sabes a dónde vas. La vida es permanentemente una toma de decisiones, y el gran enemigo de la toma de decisión diaria, es la comodidad. Si te adaptas, entonces te dejas llevar por todo lo que está alrededor tuyo. A mí, desde muy pequeño me tocó tomar decisiones, ser uno mismo no es fácil. No quiere decir que te vas a convertir en un altanero, ni en un violento, porque uno puede ser flexible en la forma, pero en la filosofía, en el pensamiento, uno tiene que ser estricto. Eso es lo más importante en uno, su filosofía de vida, que es algo que viene desde la infancia, donde tú vas pensando en “quién eres tú”. Parece mentira, pero una cosa tan sencilla como eso, es un pensamiento filosófico, que a su vez implica una expresión, ya sea en la literatura, la pintura, la política.

Normalmente, con cada obra se ven solo los productos y no se ven los procesos. Pero yo digo que lo más importante es precisamente el proceso que uno vive como persona para llegar a la obra, porque se trata del hecho de atreverme a tocar un tema a través del cual estás exorcizando un miedo que cargas. Con los perros muertos, era enfrentar el miedo a la muerte. Mientras la abordaba, la estaba exorcizando. La obra es el fetiche, es la representación de las ideas, pero las ideas no se pueden vender, no hay un mercado de ideas así como hay un mercado de arte. De hecho, vista desde el propio proceso, una obra es algo tan íntimo, que cuando sale publicada me angustio.

Yo siento que aprendí mucho más en el tiempo que pasé con Cruz-Diez que en los veinte años de escolaridad. Lo que soy se lo debo a la transmisión de su pensamiento. En su taller el sistema era el del aprendiz medieval. O sea, yo empecé limpiando pocetas, barriendo. Ahí es donde se cultiva el carácter, la modestia. Eso es lo que yo hago aquí en la ONG. Una persona que se enrolle porque tiene que barrer o limpiar pocetas, no puede llegar al conocimiento. Parece una pendejada pero no lo es, porque de lo que se trata es de cultivar la humildad. Después de que tú tienes espíritu de servicio, entonces es que el maestro te dice: ¡mira, pásame esos pinceles! La prepotencia, la arrogancia, obstaculizan el camino. 

Insisto, todo al principio es una cuestión de mucha intuición; el asunto es que tengas el rigor para esperar, la lentitud. Cuando a ti ya no te importe barrer es que puedes pasar a otra cosa. No se trata de: “voy a barrer más rápido para llegar de primero”, ¡no!, es poco a poco. Es decir, de ‘no entender’, pasas a ‘entender’, y eso lo ve uno con el tiempo. El problema no es lo que te digan, sino que puedas ir viendo que todo el conocimiento está dentro de ti. El elemento externo lo que hace es estimular eso que ya está en ti, y que es algo muy particular, depende de cada persona. 

Cruz-Diez es tan buen maestro que yo no salí siendo cinetista ni haciendo rayitas. O sea, hay que verle la cara entre hacer lo que hace Cruz-Diez y hacer lo que yo hago. Entonces él me formó bien. Un buen maestro forma a la persona para que sea él mismo, no para que lo imite ni para que sea a su gusto. Por eso yo creo que dentro de uno está una memoria histórica particular y eso aflora en la medida en que tú lo cultives y tomes tus decisiones.

El miedo y la duda hacen parte de la decisión. El punto es que a pesar de dudar, no puedes tener miedo a equivocarte. A pesar del miedo a las circunstancias, siempre he creído que yo he tenido una protección en mi vida. Yo he transitado por cosas muy duras y nunca me ha pasado nada. Aun cuando fui marxista, siempre he creído en esa vaina que: “de que vuelan, vuelan”, en mi obra están esas manifestaciones. Yo soy un brujo, y creo que todos somos instrumentos de energías, llámese Dios, Shiva, Buda. En la medida en que tu sepas eso, te dejas guiar. Así la obra se va dando sola, cada elemento toma el lugar que le corresponde, sabes dónde poner cada cosa. Esto lo fui descubriendo a través de personas en mi entorno que me dieron ese conocimiento y me hicieron entender eso. Fue una gran suerte por un lado, pero esa suerte también te la haces tú mismo. Lo más importante en este proceso de conocimiento es el dar. O sea, tú no recibes si no das. Pero tú no das para recibir. En la medida que tu das siempre recibes, en todos los niveles.

A mi me tocó vivir una época en la que pensábamos que estaríamos mejor si hacíamos una revolución. También me tocó vivir en París en mayo del 68 trabajando en el taller de Cruz-Diez; eso te hacía parte de una situación histórica que te marca, que te hace ver otras cosas. Después a mi papá lo mandan para Chile y me tocó vivir allá la época pre-allendista, las “pre” son las mejores épocas, después todo se vuelve una cagada. Desde ahí milito en el anarquismo y creo en la utopía, en el poder, en el sueño de una mejor sociedad. Esto viene por la influencia de Cruz-Diez y de Soto, ser de izquierda, pro-cubano. En ese tiempo era así, creíamos que había que acabar con todos los malos, porque nosotros éramos los buenos; después es que te dabas cuenta del desastre que era eso. 

Estando en Chile es cuando yo comienzo a militar políticamente. Después regresé a Venezuela en la época de los movimientos guerrilleros. Era un chamito, cronológicamente siempre he estado en procesos que no me correspondían. Yo tendría quince años y andaba con gente de veinte o treinta años que estaban metidos en la movida. Después, estando en la universidad veía que lo importante era el pueblo, y para mí siempre fue una cosa muy lógica: “si la revolución la hace el pueblo, entonces qué coño hago yo en la universidad”. Así que, como yo soy exagerado para todo, me fui a militar a tiempo completo en el barrio de Carapita. Ahí estuve viviendo por diez años, desde los dieciocho hasta los veintiocho. En ese tiempo yo aprendí mucho. Mi universidad es Carapita. Creo profundamente en el pueblo. Ahí aprendí la sencillez de las cosas, la solidaridad. Claro, en ese entonces Carapita era un barrio que tenía todavía un origen agrario, con una tradición en torno al campo, lamentablemente eso ha cambiado, ahora hay más violencia. Pero yo ahí aprendí a ser gente. Teniendo la impronta afectiva de mi abuela, en el barrio yo regresaba a esa cosa solidaria de ella. Porque yo no encajaba en mi casa, nunca me sentí de clase media alta; de hecho, me arrechaba cuando me decían: “ah no, pero es que tú eres rico”.

Para mí era una cosa poética vivir en el barrio. Yo me metí en la izquierda no por leer marxismo porque me parecía una vaina pavosísima. En la militancia eso era algo que a mí me criticaban: “camarada, usted tiene que leer más”. Pero siempre me parecía una vaina ladillísima. Yo leía más bien poesía, vainas de taoísmo, brujería y aprendía de la experiencia directa en el barrio. Así conocí al señor Ramón, era un evangélico que estuvo en la guerrilla. Un tipo con un conocimiento grandísimo, me impresionaba porque yo veía que él llegaba a las mismas conclusiones que otra gente que lo hacía a través de la filosofía. Aprendí muchísimo de él. Mi vida está muy marcada por esos diez años de militancia política. De ahí también viene mi decepción por los partidos de izquierda.

Yo siempre me pongo del lado del oprimido, por un asunto de principios. Por eso yo me identifico y admiro mucho a la cucaracha, por su capacidad de sobrevivencia y de adaptación que es impresionante. La cucaracha es un animal muy bello pero que está rechazado socialmente. La cucaracha es muy limpia. Es la que va a sobrevivir a la guerra atómica. Por eso yo adopto mucho en mi trabajo a la cucaracha y al cochino, porque son animales estigmatizados en la sociedad. El problema es que hay un prejuicio completo hacia la cucaracha. La gente se queda en lo superficial, en el “¡ay, asco, qué cochinas!”. Pero creo que esa cualidad que ellas tienen es fundamental: sacar lo mejor aún en las condiciones más críticas. Eso es lo que precisamente pasa ahora en el país. Yo siempre he vivido al borde, en la periferia, a mí no me interesa el centro. Pero aquí, ahorita todo está tan centrado en la periferia que yo casi que me paso para el centro. Todo se ha vuelto un asunto ‘material’ y con eso, justamente se ha dejado de lado esa capacidad de resistencia, de adaptación.

En ese sentido, yo creo en el terrorismo poético. Creo que uno todos los días tiene que romper con la cotidianidad y el poder en cualquier forma que se manifieste. Ya sea en las relaciones padre-hijo, de pareja… las relaciones de poder son una vaina muy coño e’ madre. La lucha de poder es la única posibilidad de tener una buena práctica de libertad. Entonces, cuando uno se siente que “llegó”, ahí es cuando inmediatamente tienes que cuestionarte, replantearte todo de nuevo. De hecho, uno tiene que replantearse cada día, porque a veces uno es muy cómodo. 

Así lo digo siempre en mis clases: “está bien que tú vives del mojón, pero lo grave es que te creas el mojón”. El problema es que la gente es muy mojoneada, y así se quedan solo en la forma. Lo importante, parafraseando a Rafael Cadenas, es lo que pasa detrás de tus ojos. La gente está tan pendiente del afuera, tan pendiente de la forma: “¡Mírame, ¿cómo me veo?! ¡Qué arrecho soy!”. Eso es lo que crea una sociedad infeliz. O sea, tú puedes tener o no tener, pero si tú estás claro de lo que pasa detrás de tus ojos, coño, eso no te afecta. Si tú apuestas solo a la vaina material, nunca es suficiente. Por eso mi política ha sido siempre vivir en economía de guerra, no es porque ahora la situación esté así, ahora eso está generalizado. Mi política es: comprar poco, gastar poco, para no tener que perder tiempo en generar más plata, y así tener más tiempo libre para hacer lo que te dé la gana. Si tu consumes poco, tienes que venderte menos a la vaina mercantil. Uno puede vivir con muy poco en realidad.

Yo, por ejemplo, me visto siempre de negro, no porque sea anarquista ni rebelde, o por impresionar, sino para no perder tanto tiempo en la mañana en ver qué me pongo. Entonces mi libertad la puedo dedicar al pensamiento, a no hacer nada. La capacidad de hacer es tan importante como la capacidad de ‘no hacer’. Porque ese es el tiempo que te dedicas a ti mismo, ahí está el poder de controlar tu propio tiempo. Una de las grandes crisis sociales es que la gente no sabe qué hacer con su tiempo libre. Como el típico caso del trabajador que cuando lo jubilan cae en el alcoholismo, en depresión o se enferma; simplemente porque no sabe qué hacer con su tiempo libre. No sabe estar consigo mismo.

Mi gran pelea es por lograr no hacer nada. Y para no hacer nada hay que hacer muchas cosas. Pero con mi proceso de trabajo sí soy sistemático, sobre todo para que cuando tenga un pensamiento se concrete. Ese es otro ‘hacer’. O sea, desde la cinco de la mañana ya estoy trabajando en mi obra. No paro hasta que la termino. Eso me recuerda a una entrevista con Arturo Uslar Pietri donde él decía: “¿cuándo has visto tú que los tigres no salen a cazar porque sea sábado o domingo?, entonces ¿por qué yo tengo que parar de trabajar?”. A mí Cruz-Diez me preguntaba ¿de qué vives tú? –de la fotografía ¿Y qué haces en tus tiempos libre? – fotografía. O sea, ya es algo que forma parte de mi vida. Es un proceso personal. Ahí lo importante es el nivel de honestidad y de exigencia conmigo mismo. Mira, hacer las cosas mal hechas o bien hechas, tardan el mismo tiempo e inviertes lo mismo. Entonces ¿qué te cuesta hacerlo bien? ¿qué te cuesta investigar a profundidad?

Lo que me interesa de mi obra es el reflejo de lo que veo, de mi pensamiento. Es un reflejo de mi posición ideológica y política, que cada quien lo agarre como quiere. En mi obra yo descargo todos mis delirios, por eso no gasto en psiquiatras. No suelo hacer casi exposiciones porque es algo que no me gusta. Aun así, mi obra se conoce porque la misma gente llega a ella y sabe que existe. De hecho, ya es común que cuando pasa un peo en la calle, la gente agarra la imagen de Caracas Sangrante y la usa en internet, en las redes sociales. No importa si saben de arte o no, ni siquiera saben quién es Nelson Garrido. Me pasa mucho que cuando la gente ve mi obra se imagina que yo soy un personaje grotesco, horrible, pero cuando me ven, dicen: “¡oye, pero hasta cara de buena gente tiene!”. Entonces, si alguien ve mi obra y le funciona, hace uso de ella y la convierte en un ícono. Esa es una vaina que me encanta. Mi obra surge del colectivo.

No puedo decir que yo ya esté en paz conmigo mismo. Hay momentos de momentos, pero la paz es como la utopía, uno va hacia eso, lo que uno no sabe es si llegaremos algún día. La paz es ese proceso de autenticidad tuya contigo mismo. Es acercarte a la manera más auténtica de asumirte, con tu lado bueno y tu lado malo, con tus errores y tus aciertos; con tus contradicciones, porque también tenemos derecho a la contradicción. Uno siempre quiere ser el más arrecho, ser perfecto, pero no es así, somos una gran imperfección. 

Me he divorciado dos veces, y reconozco que el insoportable he sido yo. No me he divorciado de mí porque no puedo, me tengo que calar a mí mismo. Mi parte insoportable es que me encanta profundamente la soledad, y si compartir con alguien implica dejar de ser yo, coño ¡qué ladilla! Porque terminas responsabilizándote por alguien más, y ya no es un problema de comprender o no. En mi caso fue: “boto tierrita y no juego más”. Hay dos dramas en la vida: vivir acompañado o vivir solo. Yo escogí vivir solo. Aunque amo y me enamoro, mi propio espacio no lo cedo, en eso soy radical. Y sigo tan radical como cuando tenía quince años. Quizás es que soy un inmaduro de mierda, lo cual es una posibilidad grande, lo acepto; pero yo no tengo por qué hacer concesiones a ese nivel, porque ahí es cuando eso de ser pareja se convierte en un juego de poder.

Uno tiende a creerse que es infinito, y se olvida de la muerte. Hay que vivir con la muerte como compañera de viaje y saber que solo existe el hoy, porque mañana no sabes si estás muerto. Estamos en una sociedad que le tiene miedo a la muerte y la rechaza. Está prohibido envejecer, está prohibido ser gordito o enfermarse. La pregunta es ¿tiene sentido vivir más? ¿Tiene sentido combatir tanto a la muerte? Ahí es cuando empiezan las instituciones a hacernos dependientes de las medicinas, a advertirnos sobre la salud, la longevidad. Las instituciones son creadas para ayudar al individuo pero al final se revierten contra el individuo. Por eso yo me considero anti-institucional totalmente. 

Yo me escribí un texto a los catorce años para cuando tuviera treinta años, que en ese entonces yo la veía como si fuera una edad decrépita, pero bueno, el hecho es que me decía una serie de cosas, como advertencias. Una de esas era que tenía que ser fiel a mi pensamiento y no ceder a lo material; lo material también tiene que ver con ese tema de los fulanos “premiecitos”, que si la exposición en tal galería, la fama ¿entiendes?, o sea, creerte el personaje. En la medida en que tú te crees el personaje, dejas de vivir.

Vivir es un hecho sumamente violento, porque es un constante parto, siempre estás decidiendo entre una cosa u otra. Es como decía Bacon “entre el nacer y el morir, la violencia de la vida”. Claro, a menos que tú decidas adaptarte como el rebaño, eso es la total comodidad; de lo contrario, cuando te planteas vivir al borde, en la periferia, es agotador. Sin embargo, para mí, esa es la mejor manera de vivir, no digo que sea la mejor de todas; tampoco puedo andar por ahí exportando felicidad. La felicidad es un hecho muy particular, y uno con los años va cambiando y afinando cosas, por eso uno no puede decir “de esta agua no beberé”. Si es por mí, ¡no joda! yo me bebería todas las aguas que me pasen por el frente, y me las he tomado casi todas.

Yo le preguntaría a cualquier persona algo muy simple: ¿eres feliz? Coño porque nosotros somos expertos en autosabotearnos. Eso de las condecoraciones, las chapitas, el renombre, eso no es felicidad. Parece una pendejada, pero esas son las trampas, y si yo me mojoneo, caigo. Pensar que la felicidad es estar siempre riéndose, eso es algo espantoso; sería una película de terror. El bien más preciado de uno es la honestidad, uno tiene que ser honesto con los demás y consigo mismo. Porque insisto, uno se vende demasiado bien, y uno no es tan bueno así. Ese tipo de cosas es importante saber leerlas, entender que eso no es lo que te hace feliz. Entonces no haces concesiones con ninguna, tomas la decisión con determinación.

Mi proyecto ahorita es dedicarme a la ONG, porque uno tiene que estar claro de cuándo debe pasar a un segundo plano y montar esa plataforma para los que vienen. Ahora yo me alegro más por una exposición de un alumno mío que de una propia, las disfruto mucho más. También sigo viajando y tenemos el proyecto de la ONG en Buenos Aires, Madrid, Chile; siento que el proyecto ideológico de la ONG se está expandiendo por el mundo. La ONG se está expandiendo de manera orgánica, como crecen los barrios. No nos guiamos por una programación, nuestra característica es saber oír a la gente con sus propuestas y respetar las diferencias.

Para mí la mayor satisfacción la veo aquí mismo en la ONG, con mis alumnos, cuando a través de sus procesos y trabajos artísticos se descubren a sí mismos, y se aceptan y se aman como son, entonces son felices. Porque te lo dicen y lo ves en sus rostros, les cambia la vida. Coño eso no tiene precio, ni veinte premios nacionales valen eso. Ahora ya no lucho con lo de afuera, no estoy en confrontación ni en rebeldía. Tengo la plena confianza en mí mismo de que puedo ser flexible con la forma, con el afuera, pero que con mi filosofía, con mi pensamiento, soy irrevocable, incondicional. Me siento bien con lo que pasa detrás de mis ojos, conmigo mismo, cuando estoy a solas.

Escritura:
Alexandra Cona
Fotografía:
Astrid Hernández
Lugar:
Las Acacias, Caracas
Fecha:
12.10.2017
Tengo la plena confianza en mí mismo de que puedo ser flexible con la forma, con el afuera, pero que con mi filosofía, con mi pensamiento, soy irrevocable.
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