Hay un dicho muy famoso que dice “Jaime diestro en todo y maestro en nada”, yo me lo aplico: no me gradué de músico, me faltaron tres años. No me importa, no los pienso sacar ni me pienso graduar. En clarinete me faltaron cuatro años. Ni siquiera recuerdo cuál fue el primer poema grotesco que escribí, solo recuerdo la mamadera de gallo que empezó y al final ¡coño!, tenía algo. Ahora tengo dos libros editados de poesía grotesca.
El humor es un escape, pero también me sirve para asirme. No sé si esa fue una influencia de mi familia, siempre ha estado la rochela de por medio. Ha estado esa cosa humorística, muy coloquial, vernácula y criolla. No sé, ese caraqueñismo del cual me siento tan emocionado de pertenecer. Me arropa y atrapa. Es una tabla de salvación para escudarme. Escudarme para decir.
Yo soy muy inquieto. Me encanta la poesía, la pintura, la madera, el cuero. Mi familia ha tenido mucha influencia en eso, en mi inquietud. En mi casa no se ponía un disco porque había música en vivo. Mis tíos y sus amigos tocaban y cantaban bellísimo. Yo me acuerdo clarito cómo mi hermano y yo correteabamos por ahí, en ese ambiente. Me empecé a inclinar por la música como a eso de los 11 o 12 años, sobre todo por el jazz. El jazz me marcó la vida. Porque el sonido del clarinete me atrapó. Ese verdaderamente es mi instrumento.
La música es mi vocación, pero ahorita quisiera dedicarme de lleno es a la pintura. No sé si cambie mañana -como buen geminiano que soy-, pero ahorita es eso. La pintura me retrotrae a un estado de soledad plena y total donde no tengo que depender de nadie. No tengo que ir a ensayar. No tengo que salir. No tengo que enfrentarme a la calle, ni agarrar un carrito. O esperar al otro pero no llegó y me molesté. Mientras que en la pintura estoy solo con el lienzo, estoy feliz, creando.
A los 24 yo me fui de mi casa. Me fui a una habitación compartida con un amigo en Macaracuay. Después de un tiempo, él se fue para España y yo me quedé verdaderamente solo. Me acuerdo que pintaba figuras humanas y las ponía alrededor de mi cama, como si fueran una cuna, para despertarme con un gentío. Fue mi manera de enfrentarme a la soledad. Esa situación me hizo aferrarme a la pintura. Por eso, porque siempre ha estado ahí.
Yo pinto para generarme bienestar a mí mismo. Claro, yo no niego mi realidad, que tengo que comer y trabajar. Aunque a mí me cuesta mucho salir de un cuadro, lo vendo porque lo tengo que vender.
Mis cuadros no tienen nada que dé risa. La pintura es mi faceta más seria. Aunque he sido muy disperso, como con todo. Una vez hice una exposición y un amigo mío, que es pintor, me dijo: “Coño, Andrés, yo pensé que ahí había como cinco pintores, esto tiene una línea, esto tiene otra”. Ahorita tengo esa angustia, si se puede llamar angustia, por buscar mi identidad. Mi trazo, mi paleta, mi color, mi estilo.
No quiero repetirme. No quiero que sea una rutina. Uno siempre tiene que estar creando algo nuevo. Y absorbiendo. Uno es una esponja. Yo soy artista porque yo no sé hacer otra cosa.