Desde muy pequeño tuve inquietudes sociales. Mi mamá y mi abuela me enseñaron el trabajo y mi papá la generosidad, a mí me tocó encontrar el punto de equilibrio. De un pueblito en Anzoátegui me mudé a Caracas, vivía con mi mamá en una zona de clase media alta aunque mis condiciones no eran para vivir allí. En los colegios donde estudié la discriminación estaba presente, había muchos compañeros que tenían mayores recursos económicos que yo. Las injusticias, como la exclusión, siempre me resultaron molestas y sabía que debía hacer algo al respecto.
Fue una situación en mi infancia la que detonó mis deseos de justicia. Vivía con mi mamá en Santa Mónica, el dueño murió y su hijo nos sacó de la casa de forma muy agresiva. Ese momento fue decisivo en mi forma de ver el mundo, el abuso de poder me indigna de una manera irracional.
Estudié filosofía y luego, en Inglaterra, me gradué de sociólogo. La economía vino después, por casualidad. Yo tenía esa creencia izquierdosa de que el dinero no es importante, vengo de esa izquierda bonita que buscaba justicia y no poder. En ese momento era agricultor de una gran finca en Anzoátegui, estaba ligado a la lucha gremial. El país estaba pasando por una situación económica muy compleja, se habían planteado acuerdos con el Fondo Monetario Internacional y era necesario crear un nuevo sistema financiero para los campesinos. Así nació la figura del Bankomunal, un sistema rotativo de ahorro y crédito donde la comunidad se financia a sí misma.
Al principio no tenía muy claro cuáles eran los mecanismos de financiamiento de la gente de pocos recursos. Traía un esquema en la cabeza en donde el microcrédito era el protagonista, pero luego me di cuenta de que el problema no era la falta de dinero sino el ahorro. Ya existían herramientas como los San o los Suzú, donde cada quien aportaba un monto y cada cierto tiempo uno de ellos se quedaba con lo recolectado. Comencé a comprender cuáles eran las necesidades financieras de la gente. Había dinero, era cuestión de encontrar la manera inteligente y segura de ahorrar.
Siempre he pensado que la pobreza y la discriminación son males que podemos combatir, eso no es natural en el ser humano. Simplemente son las condiciones con las que hemos creado la sociedad, pero así como lo implementamos también lo podemos cambiar. Con esta experiencia me di cuenta de que el dinero podía convertirse en un elemento que puede generar confianza, libertad e independencia, un tejido social. Pero luchar contra la pobreza es muy complejo, si te descuidas terminas tú aprovechándote de ella.
Si tuviera la oportunidad de volver a nacer, con toda seguridad, volvería a trabajar en lo que hago actualmente. Encontré algo maravilloso que llena mi vida: moverme entre los sectores populares con la gente, sobre todo con las mujeres que tienen una fuerza movilizadora increíble. Sentir que están progresando es probablemente la mayor satisfacción que me puedan dar. Soy un tipo ansioso, pero cuando estoy con las comunidades me tranquilizo. Creo que son los momentos más relajantes de mi vida. De hecho, me molesto mucho cuando me dicen que debo irme o que tengo otro compromiso. Entre la gente de los Bankomunales el tiempo se me pasa volando.
Fui empresario y agricultor pero con eso nunca me sentí realizado, fue en Ashoka donde entendí lo que era trabajar desde lo social con criterios de emprendimiento. Por muchos años vi la figura del emprendedor como una especie de superhéroe. Un carajo que puede con lo que sea, llueve, truene o relampaguee. Por suerte, hace algún tiempo empecé a revisar esa visión. Me he dedicado a meditar y a tomar tiempo para mí porque no es posible cambiar el mundo para bien, si tú no estás suficientemente sano.