Desde muy pequeña estuve rodeada por el mundo corporativo. Mi madre era la típica trabajadora venezolana con horario de ocho a ocho, que salía de la junta y corría al colegio para ver el acto cultural. Una vez me preguntó, “¿qué quieres ser cuando seas grande?”. Ella quedó muy sorprendida con mi respuesta, porque en aquél momento dije, “quiero ser importante”, aunque no tenía la más remota idea de lo que eso significaba. 

Recuerdo que me compró un disfraz de la Mujer Maravilla que utilicé hasta que ya no me quedó; en ella veía reflejada a la mujer venezolana, esa que es echada pa’lante. Creo que tanto la Mujer Maravilla, como mi madre son mis heroínas, mi inspiración.

Cuando tuve que decidir mi futuro universitario encontré mi primer gran reto: ¿Qué quería estudiar? Tenía dos opciones, Comunicación Social y Administración. Éstas eran dictadas en casas de estudio muy diferentes, polos opuestos. Al final opté por cursar ambas, en paralelo. Dos mundos completamente contrarios, con personas distintas. Por un lado la UCV, la mini Venezuela, y por el otro la Universidad Metropolitana, el lugar de lo posible. Logré el grado en ambas, pero mi mayor aprendizaje no fue el que salía de los libros, sino la flexibilidad y la capacidad de lidiar con ambientes y situaciones tan dispares. 

Comencé a trabajar en mercadeo, uniendo los conocimientos de ambas carreras. Recorrí diferentes empresas y una vez más, ambientes muy contrarios. Un día un profesor me pidió apoyo en una clase, en ese momento descubrí mi verdadera vocación: enseñar. Construir sociedad a través de la educación. 

Entrar en un salón de clases es un reto constante. Por una parte estás tú, como profesor, que espera que su contenido llegue y sea bien recibido. Del otro lado están esos veinte o treinta estudiantes a la expectativa de lo que dirás. Ese nerviosismo se rompe en el momento en el que a algún estudiante se le ilumina el rostro al escuchar algo que dices, cuando sabes que lograste conectarlo e inspirarlo.

Una anécdota que recuerdo es una experiencia que tuve con un alumno; él era el típico alumno del salón que se esmera por dejar mal al profesor. Cuando me tocó aquél chico, decidí meterlo en mi bolsillo de manera diferente a la tradicional: me puse la tarea de inspirarle, de descubrir su potencial. En una clase le pedí al grupo que propusieran algún producto al cual crearle una campaña de mercadeo, a lo cual el muchacho, intentando sabotear, respondió “¡el hielo!”. Así que el dichoso hielo fue el tema de aquella clase. Al finalizar, ese estudiante fue quien entregó el mejor trabajo. Lo más satisfactorio de la experiencia fue que él luego me dijo: “profe, esta carrera no me gustaba, pero con esta clase me di cuenta de que no importa lo que uno estudie, sino cómo lo aplicas en tu vida”. El brillo en su rostro, el saber que había tocado su fibra a través del conocimiento que yo estaba compartiendo, eso es lo que a los profesores nos alimenta y nos hace continuar día tras día; con un solo alumno que uno logre iluminar, sabes que hiciste un buen trabajo. 

Descubrí entonces lo que significaba la frase que le dije a mi madre años atrás. Ser importante, para mí, es poder revelar el potencial de las personas, mostrar la belleza que hay detrás. Algo así como el espejo de los cuentos de hadas: a aquel que lo mira le muestra su verdadero yo. 

Si me preguntan ahora, ¿qué quiero ser de grande? Respondería exactamente lo mismo, “quiero ser importante”. Creo que lo hermoso de mi labor es el impacto que se puede lograr en las personas. Mientras pueda seguir generando impacto, si logro hacer brillar más rostros, entonces sé que aún queda trabajo por hacer.

Escritura:
Andrés Piña
Fotografía:
Elizabeth Hernández
Lugar:
Los Palos Grandes, Caracas
Fecha:
13.2.2018
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