En una danza de color y movimiento distingo aquellos chamos volando papagayo y reconozco a los hijos del barrio Marín. Revivo mi infancia en un nido de bonitos recuerdos, esos años de luz y viento, del montón de pabilos que se cruzaban en los cielos caraqueños. Éramos pequeños pilotos en los que más de uno resultaba derribado en lo alto de los árboles o en los techos de las casas. Ese vuelo de papagayo con los hermanos del barrio era una fiesta para mi vida. No era fácil construirlos, tenía su truquito: veradas, pegamento, rabo de trapo, pabilo, frenillos… siempre les explicaba a mis amigos cómo armarlos. Así descubrí que me gustaba enseñar.
Disfruté de tantas cosas en mi adolescencia que no la cambiaría por nada. Recuerdo esas parrandas a cualquier día y hora en mi casa, hasta que mi mamá corría a los muchachos porque había que ir a trabajar. Hacia donde estiraras la mano te encontrabas con un instrumento: un cuatro en una esquina, un tambor arrimado al mueble, un bajo detrás de la puerta, unas baquetas escondidas en un cajón. ¡Ay, mi vieja!, tanto ruido noche y día en la casa; yo pensé que se iba a volver loca, y resultó ser tan parrandera como el viejo y yo.
Después estuve en la academia y me imaginaba que eso era lo máximo que existía: me enseñaban Vivaldi, Bach, Beethoven, a los alemanes, a los ingleses, a los de otras fronteras. Un día desperté y dije: ¡¿pero qué estoy haciendo yo?!, ¿dónde quedaron los nuestros en toda esta historia: el Carrao de Palmarito, Antonio Estévez, Inocente Carreño?
Me conmueve profundamente cuando recuerdo a mis maestros, mis referentes, que reclaman por todos lados sus nombres, que se les reconozca también. Aquí en San Agustín y a donde sea que yo vaya, llevo a diario esta lucha conmigo.
La gente me pregunta: qué se siente ser “Patrimonio Cultural Viviente de Caracas” y yo les digo: “Pues nada”, pero a veces me viene a la memoria la sonrisa de mi vieja y la alegría de verme rodeado de hermanos y amigos, en ese momento me reafirmo que el arduo trabajo ha valido la pena.
Hoy, a mis 57 años, tal vez muchos no entendieron que dejara las luces del escenario para enseñar lo que aprendí de la vida y así quedarme detrás de los focos siendo más maestro que músico. La verdad es que cuando entro al aula a impartir la cátedra de poesía popular y veo llegar a los niños, esa maderita fina que llena de energía el salón con sus sonrisas y entusiasmo, reconozco que soy el hombre más feliz del mundo.