Vengo de una familia italiana, mi madre era católica y yo veía en ella esa doble naturaleza: de la “santa” y de la “puta”. En realidad, ambas están en todas las mujeres. La cultura te enseña que la mujer debe ser una santa, cerrar las piernas, no mostrar sus atributos, pero esa otra mujer siempre va a estar ahí.
Aunque mi madre ocultaba esa naturaleza siendo muy moralista, rezando, indicándonos siempre la forma “correcta” de comportarnos, yo veía en ella que también expresaba esa otra energía a través de gustos y placeres más aceptados, como la comida italiana, el baile, la música napolitana, la alegría de las fiestas. Más allá de eso, ella nunca me habló de ese tema.
Entonces yo tuve que trabajar por desmontar esos patrones y reconciliar esas dos mujeres dentro de mí. Entender que no era malo ser espiritual y ser sexual a la vez. Que no era malo rebelarse frente al orden establecido y romper el paradigma del catolicismo. A pesar de que el costo era sentirme, por un tiempo, juzgada o señalada. Pero gané libertad, por ejemplo, cuando decidí un día empezar a usar escotes o, de vez en cuando, no usar sostén.
Quizás por esa misma inquietud estuve por muchos años acompañando como doula en los partos que atendía mi esposo Beltrán. De ahí me inspiré en diseñar un programa de formación para enseñarles a las demás mujeres lo que yo había aprendido espontáneamente, no sólo el acompañamiento en el parto, sino también a conectarse con su propia anatomía, con su sexualidad, sus genitales, sus pechos, y reconciliarse con algo que yo sentía que en mi vida también había sido difícil de asumir.
El parto es uno de los rituales de iniciación de lo femenino para las mujeres. Es muy interesante porque representa toda esa parte creativa de conexión con el amor y con el espíritu que vive la mujer. Pero también está la otra parte, que es enfrentarse con su lado oscuro, con sus propios fantasmas interiores, que son sus propios miedos, la negación, el dolor, la muerte. Que provienen del mito de desmerecimiento, de no creerse capaz, de la dependencia, de la desvalorización, entre otros.
Entonces es importante el acompañamiento en ese proceso de la mujer, que además yo también lo viví. Decirles a ellas: “mira, yo pasé por eso”, “claro que vas a poder”. Porque a mí me tocó vivirlo, vivir mi miedo, mi dolor, mi negación, para después llegar al empoderamiento de mi ser, de mi propio cuerpo. Ese proceso implicó reconocer a mis ancestras, esas mujeres que también lo hicieron, por generaciones, antes que nosotras.
Ahorita yo siento que estoy terminando de armar el rompecabezas, encontrándole sentido a cada experiencia que he vivido, muchas de ellas muy duras. Después de la pérdida de mi hijo Simón, tuve uno de los orgasmos más hermosos de mi vida, que fue cuando concebimos a nuestra hija Lucía. Entonces es una cosa muy extraña, porque estábamos en pleno duelo, pero ese golpe tan duro que nos dio la vida a Beltrán y a mí hizo que nos abriéramos el corazón el uno al otro, y se me conmueve el corazón de pensarlo. Ahí verdaderamente nos unimos los dos. Y nadie me lo podrá certificar científicamente, pero yo siento dentro de mi ser que fue en ese momento que ella, Lucía, decidió venir.
Entonces, tú me preguntarás: ¿cómo la vida y la sexualidad están ligadas a la muerte? Bueno, yo lo viví ese día. En ese momento. Fue una tragedia que se muriera Simón, pero gracias a esa experiencia yo aprendí a ser mujer, y muchas otras cosas acerca de mí.
Sin embargo, ser madre no tiene que ver solamente con el hecho biológico de embarazarse o de parir, ni siquiera con ser mujer. Ser madre tiene que ver con una energía de protección, de cuidado. La maternidad es un arquetipo, y tanto mujeres como hombres lo pueden ejercer. Yo creo que el mundo está vuelto un caos porque estamos subvalorando a la maternidad, como un amor incondicional que da sin pedir nada a cambio. Esa falta de amor se expresa hoy en día en la competencia, el poder, la guerra, en aniquilar al otro por ser diferente.