Llegué al Mercadeo por fortuna, porque yo soy Ingeniero Mecánico como mi papá. Cuando estaba en la universidad me uní al grupo de Mecánica Automotriz y al graduarme conseguí un cargo como Coordinador de Flota en una tabacalera multinacional. Yo sentía que tenía algo que ver con mantenimiento de vehículos, al final me di cuenta de que era un trabajo más administrativo. Pero digamos que fue la transición para entrar a compañías formales, al mundo corporativo, y darme cuenta de que existían otras cosas diferentes a las máquinas.

En esa empresa descubrí lo que es el Trade Marketing, la ciencia de hacer publicidad dentro de los establecimientos comerciales e influir en la decisión de marca. No hubo marcha atrás. Inmediatamente comencé una maestría en Mercadeo. 

Por quince años fui moldeando mi forma de ser y pensar al esquema corporativo clásico, de jerarquías y foco en los resultados. Un cambio tan radical como el hecho de haber ido a mi primera entrevista de trabajo en bermudas y gorra, a vestirme de camisa, sweater y pantalones de tela todos los días. El trato formal, distante y frío comenzó a ser recurrente. Esas cosas eran alimento para un Simón que pensaba que mientras más rápido ascendía, mejor; mientras menos emocional fuera con la gente, mejor; mientras más duro en las decisiones, mejor.

En la última posición que tuve en esa empresa lideré un equipo muy grande que resintió esa forma de ser. Me acuerdo de una vez que un chico me dijo: “¡Tú nunca me has preguntado si yo tengo familia!”. Y yo pensaba: a mí qué me importa si tienes hijos o no, tú vienes aquí a vender. ¡Uao! yo miro atrás y digo: ¿en qué estaba pensando?

Tenía diez años con una carrera en vertical, creciendo a una velocidad muy alta y sintiendo que esa era la forma, y de repente, un frenazo. Las personas a mi cargo eran nuevas generaciones, no estaba liderando gente de mi misma camada que pudiera pensar como yo, sino que eran equipos diversos con jóvenes que me decían: “Mira, yo no te sigo si yo no creo en ti”. Sentí que el equipo no me seguía por convicción, sino por autoridad.

Cuando decidí emprender me vine con esa herida. Fueron momentos de muchísima reflexión. Fue un alto en seco al ego, a la falsa creencia de que tú te las sabes todas, un momento obligado de bajar la cabeza y aprender. Mi esposa dice que hay un Simón antes y uno después del mundo corporativo.

En esa época necesité reconectar conmigo para poder, a la vez, lograr conexiones verdaderas con los otros. Venía trabajando mi carácter por dos vías: la espiritual y la psicológica, la primera con un padre salesiano y la segunda con un psiquiatra. Fueron dos formas de crecer con procesos muy distintos, pero con resultados espectaculares. 

Por el lado científico, en algún momento el psiquiatra me dijo: “tú vives a una velocidad que no es sana, es como si estuvieras montado en un carro a 200 km/h. Afuera están pasando una cantidad de cosas que no ves porque vas muy rápido por la autopista, atendiendo al: tengo que hacer, debo responder”. Había una desconexión total con quién era yo, con lo que quería, vivía en función de responder hacia afuera.

Y ahí surgieron actividades como la degustación de vino. Recuperé los sentidos al intentar identificar lo que significa una tonalidad, sentir el peso del vino, ver la velocidad y el grosor de las gotas en la copa, reconocer los aromas. Me di cuenta de que esa concentración me generaba una desconexión total, y sin querer, supe que yo necesitaba esas pausas. 

Para mí la pausa es volver a sentir, detener la racionalización y estar más en contacto con todo lo que me rodea, lo que pasa fuera de mi mente y que, paradójicamente, me hace reconectar conmigo. Necesito eso que he encontrado en la cotidianidad, notar lo que está pasando, la temperatura, lo rico del calor en la piel, un abrazo de mi esposa, disfrutar un juego de tennis o la sorpresa de los niños al ver un truco de magia. 

También me he vuelto un poco más agradecido porque disfruto cosas que antes estaban ahí y no les prestaba absolutamente ninguna atención. Son espacios de tranquilidad en los que aparte puedo encontrar soluciones que en el ritmo frenético del trabajo no logro ver.

Así he continuado buscando un balance entre eso de vivir hacia afuera y vivir hacia adentro.  Así como no dejo de pensar en qué más puedo hacer, qué más puedo estudiar, qué más puedo aprender, o de buscar la perfección hasta en una presentación de Power Point, a veces aceptando que no lo hago por mí sino por reconocimiento, al mismo tiempo se ha ido desarrollando una versión de mí que dice: Hoy no importa, haz lo que te gusta. Me doy licencia para salirme del plan. Eso es algo que antes no pasaba.

He tenido dos pilares fundamentales, por un lado mi papá con una orientación hacia la excelencia y una capacidad intelectual que ha sido de mi admiración siempre, y mi mamá que todavía a mis 40 años es mi fortaleza emocional, esa figura de balance que yo creo fue la que me permitió redescubrirme después de los momentos duros que pasé.

Creo que vemos la vida desde el cristal que nos ha tocado, desarrollamos un criterio en función de la experiencia, y eso está condicionado por los círculos en que nos movemos, el lugar donde nacemos, las oportunidades que tenemos. Si hubiera nacido en un contexto diferente, probablemente no vería la vida igual. Entonces siento el compromiso de, desde la posición, los recursos y el tiempo que dispongo, contribuir a que haya igualdad. Eso me ha generado una filosofía: mientras más posibilidades tengas, más compromiso por jugar en ese rol de ponerle balance a la vida.

Hoy llevo mi empresa con base en mi nueva política. Probé un estilo más millennial: soltar un poquito la cabuya, entender que no hay una solución única, que no tengo que controlarlo todo, que no se trata de dónde estudiaste, ni cómo te vistes, se trata de cuánto amas lo que haces, de las soluciones creativas que puedas generar y de cuánta diferencia quieres lograr en otros. Y si estás presencial o no, si vienes en cholas o no, ¿qué diferencia hace?A través de mis refugios cotidianos sigo trabajando la parte de mí que no me enorgullece. Gente que trabajó conmigo me dice: la mejor experiencia que tuve en mi vida, el mejor líder. Y me sorprendo. Las experiencias duras me abrieron los ojos y me fueron acercando a un estilo más humano.

Escritura:
Camila Lessire
Fotografía:
Chepina Hernandez
Lugar:
El Hatillo, Miranda
Fecha:
27.2.2018
Fue un alto en seco al ego.
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