Soy educador porque me gusta ser testigo de ese momento mágico cuando el chamo aprende algún valor, algún conocimiento, alguna información necesaria para su vida, ese momento es crucial para mí. Cuando enseño, lo que quiero es mostrarles a los estudiantes que pueden hacer cosas valiosas y que deben ser críticos, no comprarle argumentos al primer charlatán que llegue, que sean ellos, que tengan sus principios y sus proyectos.
Vivo en Carúpano y trabajo como educador, pero mi historia de vida es larga. Empezó en un pueblo del Estado Bolívar que se llama Guasipati, de ahí soy yo, el noveno de diez hijos. Se podría pensar que por crecer en una zona minera ese era mi futuro, pero mi familia y otras personas que encontré en la vida me mostraron otros caminos que fueron fundamentales en mi desarrollo. Les estoy muy agradecido.
En casa hubo momentos en los que nos vimos muy apretados, recuerdo ir al liceo con unos zapatos que estaban de más de usados. Sin embargo mi papá y mi mamá siempre nos proveyeron de todo lo necesario, nunca nos faltó la comida sobre la mesa, ni los valores en el hogar. De eso último se encargó mi mamá, sabes que el corazón de la familia venezolana es la madre. Ella nos ponía disciplina, teníamos horarios para fregar y limpiar; mientras que mi tía paterna encarnaba el afecto, nos pasaba la manito, nos daba consejos, esa era ella, la amiga.
Yo me esforzaba mucho, fui un buen estudiante, estaba en el coro de la escuela, practicaba deportes. Ahora que lo veo en retrospectiva, tenía cierto liderazgo entre mis compañeros, por eso cuando las hermanas salesianas llegaron al pueblo vieron en mí lo que llaman un perfil vocacional. Yo que soñaba con volar, quería ser piloto, terminé siendo cura.
Esas mujeres revolucionaron al pueblo, eran muy dinámicas, a mí me atraparon con la música y el deporte. En poco tiempo yo estaba hasta el cuello de actividades. Había un periódico en la parroquia y yo escribía, era catequista, jugaba futbolito, ping pong y baloncesto, que es mi deporte.
Después fueron formando grupos juveniles para la ayuda social en la comunidad, y ahí fue que despertó mi afán por la búsqueda del bien del otro, encontré que servir era mi vida, descubrí que era educador.
Me enviaron a Caracas cuando salí de quinto año, me aceptaron en la congregación Salesianos de Don Bosco y empecé una larga formación de once años en educación y teología. Esos años me hicieron sacar canas y se me cayó el pelo, parezco más viejo, pero estoy muy agradecido; siguieron otros diez años de servicio con muchas responsabilidades, dos parroquias a cargo, la subdirección de un liceo en Puerto La Cruz, hasta hace más de dos años, cuando dejé el sacerdocio.
Me enamoré de una mujer. Fue duro, le pedía a Jesús que me ayudara: “Señor, tengo esta dificultad, creo estar enamorado de alguien, tú fuiste hombre y pasaste por esto, ayúdame”, pero eso no significaba que yo andaba viviendo doble vida, pedí un permiso y mi congregación me comprendió. Al cabo de dos años se terminó la relación, pero aprendí cosas hermosas y valiosísimas, me di cuenta de que ya no había vuelta atrás. Visualicé otro proyecto de vida y abandoné definitivamente la investidura. La vida y Dios se encargaron de ponerme en el camino a mi pareja actual con quien comparto mi vida y proyectos.
Es cierto que yo sentía que amaba, que hacía el bien, que estaba lleno de muchas cosas, pero también había una parte esencial de mí que no estaba bien. Y no era solo el celibato, había otro tema que era el de la libertad versus la autoridad.
Conocí el amor ágape, el amor de entrega, el amor de servir. Ese es el amor que yo conocí en el entorno de la iglesia, pero estaba esa parte de mí, que es naturaleza humana, y que tenía que encajar. Servir hoy en Paria es seguir ligado al amor ágape, que es por la humanidad, ese que te hace creer que en las situaciones más complicadas puede florecer algo bonito, que te da la fuerza vital para levantarte todos los días, y que está en la gratitud y la humildad. Y al mismo tiempo valoro el amor de pareja, así que he decidido integrarlo a mi vida. Quiero llegar al final de mis días, como dice el obispo Pedro Casaldáliga, examinando si he vivido y respondiéndome que sí, que he amado. Amar para mí es sinónimo de vivir.