Mi nombre es Livia Elena Mundaraín de Orozco, nací en El Pilar hace 70 años. Tengo tres hijos: Pilar Guadalupe que es bioanalista, Rodrigo que es contador público, y Gerardo que es educador. Este último, el menor, hace poco se graduó de Técnico en Turismo, porque a él le gusta mucho la fotografía y por ahí lo canalizó.
Tengo una gran satisfacción que no me cabe porque mis hijos han sido excelentes, en el trato conmigo y ellos como personas. Todo el mundo me los quiere. Uno sabe que no ha arado en el mar, uno sabe que dio lo mejor que podía dar, y que seguiré dando, porque mis nietos tienen que seguir la misma ruta: Dylan, Camila, Rodrigo, Ulises y Maximiliano.
Creo que todo es cuestión de los valores que uno les enseñe a los muchachos en la casa. Ahora los niños han migrado a la televisión y a la computadora, pero el centro del hogar, de la familia, debe ser ese compartir al sentarse todos a comer, hay que darle gracias a Dios por los alimentos, hacer la oración de la noche para agradecer un día más de vida, también hay que pedir protección: “Ángel de mi guarda, dulce compañía…”. Todo eso yo se lo enseñé a mis hijos, y yo soy así por influencia de mi hermana.
Perdí a mi madre cuando era muy pequeña, tenía seis años, éramos cuatro hermanos. Pero soy lo que soy, una mujer con valores y muy activa, gracias a mi hermana mayor que tenía 19 años en ese entonces, y me crió.
Ella era muy estricta, me puso demasiada disciplina. Mi hermana decía que del 10 al 15 no era nota, me decía: “Eso no puede ser nota porque usted no hace nada aquí en la casa”. Yo no podía llevarle un 15 porque no me daba el real para ir al Capijuber, que era el cine-teatro de aquí. Pero con el tiempo uno se da cuenta de que es bueno poner ciertos parámetros a los hijos, para que crezcan bien y se valoren ellos mismos.
Hay que ser tenaz y constante, y también pensar que los sacrificios que hacen los padres tienen que tener alguna recompensa. Eso es lo mejor que un hijo le puede dar a una madre: ver florecer aquél caudal de valores que se le enseñó.
Tuve una infancia feliz porque mi hermana me ponía a hacer de todo. Fui bailarina de ballet y ella era la que nos enseñaba, formó un grupo de ballet clásico. Ella viajaba a Caracas a entrevistarse con una profesora famosa de la época, y aprendió de forma empírica. Yo siempre estaba en los actos de primerita. Me montaba en ese Capijuber, imagínate tú, y sentía que ese corazón se me salía de alegría. La gente no se perdía un acto.
Cuando llegué a tercer año del liceo, mi hermana me dijo que concursara para entrar a la escuela técnica de Demostradoras del Hogar, que quedaba en Maracay. Yo pensaba que no iba a quedar, de mil que nos presentamos seleccionaron a 25. Ahí estuve interna tres años aprendiendo conservación de alimentos, charcutería, industria casera. Trabajábamos con fibra de maíz, de coco, hacíamos flores, alfombras. Fui la mejor alumna.
Después trabajé con lo que era el Ministerio de Agricultura y Cría, dando cursos de cocina, para hacer huertos familiares y alfabetización. Hasta que me jubilaron por una reducción de personal en 1998. Y ahí empecé a trabajar en el área de marketing. Yo buscaba a las muchachas para los comerciales y eventos con empresas internacionales que ya no están aquí. He llevado una vida muy activa. Después me quedé en casa haciendo lo que es lo mío: las manualidades. Y mi esposo procuró todo lo necesario para que nunca nos faltara nada.
Me encanta bordar, es mi paz, mi tranquilidad. Yo bordo y me olvido del mundo. Hago punto en cruz para adornar pañales, ropa de bebé. Ahorita estoy haciendo unas piezas para mandarlas a Caracas, una señora me las encargó para ponérselas a unas bragas, las vendo, y con eso me mantengo.
Desde que se murió mi hermana sigo con la tradición del Capijuber, que es un muñeco, la mascota de las ferias, y es un ícono del pueblo que lleva el mismo nombre del cine que ya no está.
No me veo en otro lugar, creo que me quedaré aquí en El Pilar. Me da mucha tristeza la migración que ha habido de jóvenes profesionales, imagínate, incluso de aquí de El Pilar que es un curucuchito, y seré la primera llorona si mis hijos se van. Pero ellos dicen que no, que se quieren quedar.
Yo le digo a mi esposo, Rodrigo, echando broma, que nos vamos a quedar solos como unas papas. Sí, como unas papas ahí en la despensa. Pero al menos ya cumplimos nuestra meta. Construimos un hogar con unos pilares que no los derriba nadie. Con el fertilizante del amor y la comunicación, sembramos esas tres semillitas que están dando sus frutos, y lo que nos queda es disfrutar viéndolas llenas de vida y futuro.