El olor de mi infancia. El que recuerdo es el de la ropa limpia. Soy el octavo de una familia de nueve hijos y mis padres se preocupaban porque todos los hermanos estuvieran bien vestidos y alimentados luego de las actividades. Recuerdo el montón de ropa doblada y planchada. Así como el extenso repertorio de platos que nos servían a diario.

Los hijos eran lo más importante de la casa. Que comieran, se divirtieran, estuvieran limpios y que desarrollaran una profesión que les permitiera vivir con independencia, era la prioridad. De niño debo haber sido muy inquieto porque me arrollaron dos veces, menos mal que sin mayores traumas. Siempre fui también muy observador y curioso. No me interesé por cocinar pero sí por saber cómo se hacían los platos. Viendo y preguntando. Midiendo el trabajo y la preparación, como buen ingeniero.

No tengo obsesión con la comida, ni estoy pensando en ella todo el tiempo como algunos creerán. Solo que la aprecio en cada bocado de manera inconsciente. No pienso en cómo me va a saber una sopa, simplemente ella me sabe, la primera cucharada toca mis neuronas y me hacen sentir lo que estoy comiendo. No es por vanagloriarme, pero aún mantengo esa cualidad de mi paladar. Yo siento la comida. Es como decir que los sabores están a flor de piel y aparecen a base de recuerdos. Tengo la memoria en el paladar.

Mi memoria gustativa hizo que siempre tuviera presente, dentro de mí, el recuerdo de una excelente comida criolla venezolana. A pesar de que mis padres eran italianos, era una casa absolutamente criolla caraqueña. Mi papá llegó de Italia a los catorce años y puedo decir que estoy seguro de que él era más criollo que yo. Llegó acá y adoptó las costumbres, la comida y el amor por esta tierra. Con tantos en la casa estaban obligados a tener servicio, de distintos orígenes, que traían de cualquiera parte de Venezuela un repertorio de cocina criolla. Y es eso lo que está en el libro rojo. La cocina de mi infancia, que no es sino la de Venezuela. 

La recopilación de las recetas no fue porque quería hacer un libro y tampoco fue algo altruista. Lo hice por mí, yo quería que ese repertorio no desapareciera y pudiera ser reproducido siempre. Pero no estaba muy consciente de que estaba recopilando una tradición. 

Comer es una actividad que está conmigo. Además tengo la dicha de tener en mi casa a la mejor cocinera del mundo, Magdalena. Y ahora que lo pienso, sí hay algo de obsesión. Por ejemplo, a veces aparecen en mi mente combinaciones de sabores como la de la torta burrera que había dejado de comer de niño de los carritos de dulces afuera del colegio. Estaba mal visto por los otros pedir ese dulce tan ordinario pero las pocas veces que lo probé me encantó. Entonces le confesé a Elvira, mi mano derecha: “Tengo una frustración y es que no comí suficiente torta burrera”. Ella que casi interpretaba mis pensamientos hizo la torta a partir de mis recuerdos. 

Me metía en la cocina de observador, a escribir junto a Elvira. A máquina, en hojas separadas sin orden alfabético ni numeración. Cuando se hizo un pilón de hojas era complicado buscar alguna receta, entonces no había más remedio que hacer un libro. Fue una consecuencia. A la larga me di cuenta de lo rica que es nuestra tradición gastronómica y estoy muy satisfecho de que en los libros están plasmados mis recuerdos sin inventos. No lo justifico yo, sino los venezolanos que abren alguna página, preparan una receta y la sienten suya. Creo que los hizo conscientes de la excelente gastronomía que tenemos.

Lo peor de llegar a esta edad debe ser vivir el duelo muchas veces. Parece que te vas quedando solo. Pero no temo. Ni pienso en la vida como un problema, vivo lo que me puede ofrecer sin programas para vivir.

Escritura:
Dulce Katz
Fotografía:
Carlos Barrios
Lugar:
Country Club, Caracas
Fecha:
30.9.2016
Los sabores están a flor de piel y aparecen a base de recuerdos. Tengo la memoria en el paladar.
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