Aunque de niña siempre me había gustado la cocina nunca me imaginé que trabajaría en eso, y menos en la panadería.
Saliendo del liceo estaba con la presión de que tenía que profesionalizarme. Aunque yo veía la cocina como una profesión, mis padres no. Entonces me inclinaba a estudiar arquitectura pero por ser una carrera muy costosa preferí irme por la ingeniería que estaba dentro del mismo ramo y, económicamente, era un poco más accesible para mis padres en ese momento. Yo tenía la preocupación de pasar todas mis materias, sobre todo para no defraudarlos a ellos, ni hacerles perder esa inversión de dinero en mí.
Pero mientras estudiaba ingeniería, ya yo lo sentía: que no era feliz, no me sentía plena. Me preguntaba: “¿de verdad yo voy a trabajar en esto cuando termine?”. Y mi respuesta era que no me veía en eso para nada. Ahí empezó mi inquietud por buscar mi propia referencia. Porque si no me veía haciendo eso, ¿para qué iba a estudiarlo?, ¿para tener un título en la pared? No me parecía lo correcto.
Un día les dije a mis padres: “miren, voy a dejar la carrera y me voy a dedicar a la cocina, eso es a lo que yo le voy a echar pichón”. Ellos me respondieron: “¡¿tú estás loca?!”. Mi papá me dijo que él no me iba a pagar nada, como probándome a ver si de verdad eso era lo que yo quería. Entonces yo le dije que no importaba, que yo igual iba a trabajar para pagarme mis cosas. Y fue a todo riesgo, porque cuando me inscribí en la escuela de cocina ni siquiera tenía todavía un trabajo.
Andrés, mi pareja, me impulsó mucho a dar ese paso. Él me decía: “mira, tú no te pares por lo que digan tus papás. Si la cocina es lo que a ti te gusta, hazlo. Yo te apoyo”. Creo que si él no me hubiese dado ese impulso quizás hasta me hubiese quedado estudiando ingeniería civil, porque me iba bastante bien.
En la escuela, cuando estudié panadería conocí a Daniella y, a partir de nuestras clases, a ella le surgió la idea de montar un negocio propio: Pandía. Me propuso la idea y enseguida empezamos. Compramos la mesa, la amasadora y nos pusimos a hacer nuestros propios panes. Comenzamos a promocionar nuestros productos entre nuestros amigos y luego vimos que empezó a tener bastante receptividad.
Resulta ser un mundo fascinante la panadería porque va más allá de hacer un plato, te da total libertad de hacer lo que quieras a partir de la técnica básica, todo depende de tu creatividad. Tiene infinidad de formas, sabores, presentaciones. Tú le imprimes tu propio sello a las cosas, es mucho más artesanal.
Entre mis planes está abrir mi propia sucursal en otras latitudes. Siento que aquí en el país ya llegué a mi tope, que ya no puedo crecer más de lo que he crecido hasta ahora. Esa oportunidad me la está ofreciendo en este momento otro país en Europa, donde ya tengo opciones. Voy a intentarlo, si no funciona, no pasa nada, continúo aquí. Uno se labra el camino, pero el destino también te va dando las señales de por dónde tienes que ir.
Ahora veo que mis manos son mi instrumento, y desde ellas me doy a todo el que me necesita. Siempre estoy pendiente de cómo puedo ayudar y qué puedo dar. Hasta en mi casa, con mis hermanos soy como una madre, y eso que nosotros somos tres y yo soy la del medio. Yo soy la que los orienta, los aconseja, les cocina. Pero es mi forma de ser, no solo con ellos sino con todo el mundo. Al final uno siente la satisfacción de que lo estás haciendo bien cuando recibes el respeto, el cariño del otro, que te vean como un ejemplo a seguir, y sentir en ellos esa admiración no tiene precio.
De la panadería, he recibido la serenidad de estar en el lugar que me corresponde, dando de mí y de lo que soy. En el fondo la panadería es una labor muy noble, porque es algo que lo haces directamente con tus propias manos, dedicándole el tiempo y el cuidado necesario a cada pan, al amasado, la preparación, el horneado, sabiendo que al final, con tu trabajo vas a alimentar a alguien más.